Revista Gremium

El patrimonio amenazado por sismos e inundaciones en Nueva España, y sus interpretaciones

Heritage threatened by earthquakes and floods in New Spain and its interpretations

aJoel F. Audefroy

aInstituto Politécnico Nacional: ORCID, Google scholar, e-mail.

Recibido: 17/02/2021 | Aceptado: 30/09/2021 | En línea: 01/01/2022

CC BY-NC-ND

Resumen

Este trabajo busca conocer y comprender las diferentes interpretaciones relativas a sismos e inundaciones en la época colonial en la Nueva España. En aquellos años, el patrimonio construido no se llamaba “patrimonio”; no obstante, estaba en riesgo a causa de fenómenos naturales que amenazaban las construcciones novohispanas. Si bien el enfoque providencialista marcaba la interpretación de los fenómenos, hubo también algunos debates entre los científicos y los representantes de la Iglesia. A partir de diferentes fuentes novohispanas del siglo XVI y XVII, se ha podido documentar información sobre las ideas relativas a los sismos, en particular a partir de tres españoles que estuvieron en Nueva España (Tomás López Medel; José de Acosta y Juan de Cárdenas). El interés de los novohispanos por los desastres se manifestó, en su momento, al mencionar daños a templos y conventos, y en casos extremos, a las casas de los nobles. Nunca se menciona si hubo víctimas ni viviendas indígenas dañadas. El concepto de víctima no existía. En el siglo XVIII, José Antonio Alzate y Ramírez aporta una interpretación sobre sismos basada en las cavernas de Lucrecio, y el aire encerrado de Séneca. La gran inundación de 1629-1634, en la Ciudad de México, fue el parteaguas que marcó el siglo XVII en cuanto a interpretaciones y debates sociales, religiosos y científicos.

Palabras clave: Colonia, desastre, sismos, inundaciones, procesiones.

Abstract

This work seeks to understand different interpretations related to earthquakes and floods in colonial times in New Spain. At this time, the built heritage was not called “heritage”, but it was also at risk by natural phenomena that threatened New Spain’s constructions. Although the providential approach marked the interpretation of the phenomena, there were also debates between scientists and representatives of the Church. From different New Spain sources from the 16th and 17th centuries it has been possible to collect information about ideas related to earthquakes, from three spanish people who were in New Spain (Tomás López Medel; José de Acosta and Juan de Cárdenas). The interest of New Hispanics in disasters is manifested by mentioning damage to temples and convents, and in extreme cases to the houses of nobles. It is never mentioned whether there were victims or indigenous homes damaged. The concept of victim did not yet exist. In the 18th century, José Antonio Alzate y Ramírez contributed with an interpretation of earthquakes based on the caverns of Lucretius, and the enclosed air of Seneca. The great flood of 1629-1634 in Mexico City was the watershed that marked the seventeenth century in terms of social, religious, and scientific interpretations and debates.

Keywords: Colonia, disaster, earthquakes, floods, processions.

Introducción

A grandes rasgos, este trabajo se propone escribir una historia de las creencias científicas y religiosas sobre los desastres en la Nueva España. La perspectiva de una larga duración es interesante porque identifica continuum y rupturas en el pensamiento relativo a los desastres y a los miedos; así, este trabajo abarca los distintos siglos conocidos como época colonial en la Nueva España.

En la Nueva España, las ideas frente a las catástrofes fueron manejadas por dos tipos de discursos: el de la Iglesia, cuyas interpretaciones se originan en el dogma cristiano proveniente principalmente de Europa; y los primeros discursos de los “científicos”, con una voluntad de racionalizar los fenómenos, pero con ideas que se originan en los pensadores de la antigüedad, como Aristóteles, Séneca y Lucrecio.

Los fenómenos naturales no eran entendidos todavía por los clérigos y los intelectuales de la Nueva España. El mundo natural era considerado como amenazante, poderoso e incontrolable; por estas razones generaba miedos tanto al pueblo como a las élites novohispanas, que tenían un patrimonio construido.

Cuando ocurría un terremoto había una serie de peticiones, por parte de las elites al Rey, para la exoneración de impuestos; generalmente éstas eran atendidas. Los desastres eran también una oportunidad para las élites coloniales de enriquecerse. Algunos desastres también permitieron limitar los levantamientos indígenas, en algunos casos. El interés de este artículo es saber cómo la sociedad novohispana construyó un discurso sobre los desastres a lo largo de la Colonia, y cómo se suscitó un cambio de paradigmas cuando las explicaciones científicas se consolidaron. Se demuestra, así, que varios discursos pueden coexistir en la misma época, sustentados por unos u otros grupos dominantes de la sociedad, como la Iglesia y los propios gobernantes. El miedo a los fenómenos sísmicos o climáticos obligó a los novohispanos a diseñar sistemas constructivos resistentes a sismos, y a utilizar materiales apropiados, como las piedras (volcánicas) en la mampostería de las casas y los edificios públicos. Esto no le impidió a la sociedad novohispana recurrir a ciertos rituales cristianos frente a fenómenos que no entendía.

Método

Este estudio de corte histórico fue construido a partir de una reflexión sobre las ideas y creencias de los novohispanos en la época colonial, y junto a un corpus de fuentes que abarcan desde siglo XVI al XVIII. El método empleado, para tal fin, es una compilación de fuentes históricas, algunas primarias, otras secundarias, que permiten confrontar los distintos discursos divergentes (científicos, religiosos) de las élites novohispanas. Como lo propone Rogelio Altez (2002): “Esto implica comprender metodológicamente la lectura de la realidad en los contextos de los desastres del pasado; es decir, poner en práctica un punto de vista diferente al cuantitativo sobre el análisis de los datos, y entender qué significaban esos fenómenos entonces”. Se trata así de reconocer el discurso en cada contexto, para comprender los documentos y acciones de las élites de la Nueva España.

Es importante aclarar que la investigación sobre los desastres del pasado no puede ser aplicada como lo podemos hacer hoy en día: se trata de entender las ideas y pensamientos contextualizados en esa época precisa, en un contexto social particular (la Colonia). El orden de pensamiento que estructuraba la cultura occidental y sus extensiones coloniales se apoyaba en la fe, y no pretendía conocer ni entender los fenómenos. La Biblia y el discurso eclesiástico evangelizador eran las fuentes principales del conocimiento; pero en el siglo XVIII inició el discurso positivista, así como un proceso de descripción, de clasificación y de análisis de los fenómenos con una intención de comprender la realidad. Esto no ocurrió de un día para otro, sino que se trató del resultado de “un proceso de profundas transformaciones en la lectura de la realidad de las sociedades, orientadas por cambios concretos en clases tomadoras de decisiones” (Altez, 2002). Desde luego, este trabajo tiene una mirada a la vez diacrónica y sincrónica: tuvimos que considerar la época colonial en su contexto cultural, y en tiempos bien definidos. Consideramos contextos histórico-políticos que hacían los cambios de percepción de los eventos y sus interpretaciones. Al interior de estas épocas (s. XVI – s. XVIII), consideramos fenómenos y pensamientos distintos en una forma sincrónica. Así, es interesante conocer las respuestas, interpretaciones y percepciones de los fenómenos, así como de sus impactos en las sociedades y el patrimonio.

La ciencia y la sociedad novohispana

Durante los tres siglos de colonización en la Nueva España, el desarrollo científico se vio entorpecido por las creencias, las supersticiones, la censura y por el control de la Iglesia sobre la educación. Si bien es cierto globalmente, hay que matizar esta etapa de la historia, escrita generalmente por criollos o españoles que tenían algo de poder. No hay que olvidar que la mayor parte del siglo XVII fue para España un periodo de decadencia: la persecución de los judíos y conversos hizo que España perdiera un número considerable de intelectuales y científicos, y en consecuencia sus colonias fueron afectadas indirectamente por esta pérdida.

Las actividades comerciales y científicas coloniales estaban controladas por organizaciones que agrupaban a los que se dedicaban a ellas, pero estaban sujetas al gobierno del Virrey o a la Iglesia. Nos referimos con ello a los ganaderos, los comerciantes, la universidad y los mineros (el Seminario de Minería). No se trataba de organizaciones independientes, y no podían tener libertad de expresión, término que usamos ahora. La Iglesia tenía el poder de controlar las consciencias y la cultura por medio de dos instrumentos: la educación y la Inquisición. Esta última, creada hacia finales del siglo XVI, se estableció para castigar a quienes se oponían a la autoridad de la Iglesia. A pesar de la conversión de los indígenas al cristianismo, era común que las comunidades indígenas, al contribuir con la construcción de nuevos templos, escondieran detrás o debajo de los altares, o hasta en los muros de mampostería, las figuras de los dioses tradicionales que veneraban igual que a los santos católicos (ver figura 1).

Figura 1: glifo prehispánico incorporado a la iglesia de Santiago Tilantongo, Oaxaca, 2013
Fuente: archivo del autor

Entre los criollos y los españoles colonizadores, había una mezcla de diferentes concepciones del mundo: las diversas tendencias conservadoras que promovían las ideas comunes de la Edad Media, tanto como las concepciones de la antigüedad sobre sismos y otros desastres; otras promovían las ideas renacentistas que apuntaban hacia una cierta libertad de pensamiento. Al final del siglo XVI, Felipe II firmó la orden de establecer la Universidad de México con el objetivo de que se “fundase una universidad de todas las ciencias, donde los naturales e hijos de los españoles fuesen instruidos en las cosas de la Santa Fe Católica y en las demás facultades”. Esta fundación indica claramente que la ciencia (las facultades) no estaba separada de la fe católica (L.E. Todd et al., 2009).

Al final del siglo XVI, algunos sabios, como el padre jesuita Joseph De Acosta, intentaron reactualizar las teorías de la antigüedad relativas a sismos, como lo fueron las teorías de Aristóteles (Las meteorológicas) y Séneca (Cuestiones naturales), autores según los cuales los temblores son provocados por el aire a presión que circula por debajo de la corteza terrestre, y que busca una salida hacia la superficie. Estas ideas provocaron una reacción sorprendente por parte de las autoridades de la Ciudad de Guatemala cuando hubo un sismo en 1651, pues éstas pidieron a los habitantes que cavaran hoyos en sus jardines para que el aire pudiera escapar. El padre De Acosta explicó, en su tratado (Historia natural y moral de las Indias, 1591) por qué el suelo de la Nueva España era particularmente propicio a los temblores:

En toda esta indiana tierra se hallan las condiciones y causas que son necesarias para que una tierra tiemble a menudo. Primeramente reina como causa eficiente en ella muy bastante calor por parte del sol, el cual con la rectitud y fuerza de sus rayos penetra hasta el propio abismo de la indiana tierra a levantar los sobredichos vapores y exhalaciones, que son los que hacen estremecer la tierra; hay así mismo bastante causa material de que los dichos vapores se levanten, porque como el centro de esta occidental tierra es cavernoso y lleno de agua, de la misma agua con cualquier calor y fuerza del sol se evaporan y revuelven infinitos vapores los cuales, así como van creciendo, se van estrechando y apretando en las mismas cavernas hasta reventar y respirar por alguna parte…

(citado por Musset, 1996, p.33).

Así, en el siglo XVII se seguían los tratados del siglo XVI -tal como el del Padre De Acosta-, que no hacían más que repetir las ideas de la Antigüedad. Estas teorías permitían, como lo subraya Musset (1996), “explicar por qué la ciudad de Panamá no padecía temblores, al contrario de las otras ciudades de América Central. En efecto, según Juan Requejo Salcedo, quien escribía su Relación histórica y geográfica de la provincia de Panamá en 1640, los terrenos arenosos limitan los efectos de los temblores, ya que, por naturaleza, disipan las exhalaciones y los vapores aéreos considerados como responsables de los movimientos de la corteza terrestre”. De hecho, cuando ocurrió el temblor de 1621, los panameños fueron sorprendidos por la violencia del sismo que destruyó las casas de madera. Musset (1996) precisa que:

Hasta fines del periodo colonial, estas teorías prevalecieron en el círculo de los seudo-sabios y de los letrados, a menudo religiosos, que componían la élite intelectual de un mundo urbano muy atrasado respecto a los descubrimientos realizados desde los tiempos heroicos del Renacimiento; a mediados del siglo XVIII, la Gaceta de México seguía explicando a sus lectores que la tierra se ubicaba en el centro del mundo y que el primum mobile de Aristóteles animaba las diferentes esferas celestes…

(Musset, p. 34).

El primer periódico científico publicado en la Ciudad de México, en 1768, fue el Diario literario de México, de José Antonio Alzate y Ramírez (1737-1799). Los trabajos científicos de Alzate y su divulgación tuvieron gran repercusión en América y en Europa; de hecho, este autor fue miembro corresponsal de la Academia de Ciencias de París. El número 6 del Diario trata sobre un terremoto que se sintió en la Ciudad de México, así como sobre diferentes clases de movimientos telúricos. El terremoto del 4 de abril de 1768 es mencionado así en el Diario:

Cuando por el mes de abril de 1768 se experimentó un grande temblor […] en las inmediaciones de Nativitas, Ixtacala, pueblo cercano al santuario de nuestra señora de la Piedad, se abrió tierra, y por la hendidura, que apenas era una tercia de vara, pero muy profunda según se experimentó, salía un fuerte viento: ¿De dónde venía? ¿Cuál era su origen?

(citado por García Acosta y Suarez Reynoso, 1996:135).

Se reconoce en este comentario la persistencia de las ideas de los filósofos de la antigüedad, es decir, el soplo proveniente de las profundidades de la tierra como causa de los temblores.

La difusión de las teorías científicas modernas tiene en la Nueva España antecedentes notables en el siglo XVII, particularmente en el caso de la física, la astronomía y las matemáticas; pero su asimilación adquirió fuerza después, en el siglo XVIII. Aunque las ideas para entender los fenómenos catastróficos eran todavía dependientes de los siglos pasados, existían algunas tendencias en ir integrando estas nuevas ideas al contexto americano. Las ideas científicas empezaron a adquirir ciertas habilidades en la colonia, como el pragmatismo y el localismo (en relación con el clima), en particular para los procesos de cultivo y los ritmos alternados de sequías y lluvias.

Así, el impulso de las ciencias en el siglo XVII se continuó en el siglo siguiente hasta poner en jaque al poder de la Iglesia. Ésta, en repuesta, tenía muchas cuerdas en su arca, es decir, poseía un aparato ideológico potente, e instrumentos poderosos para culpabilizar y castigar al pueblo frente a las amenazas naturales y los desastres.

Los sismos y su interpretación en la Nueva España

Durante el periodo colonial, el pensamiento racional y la teología se mezclaron en la explicación de los fenómenos. Las interpretaciones científicas se impregnan, en aquella época, de los aspectos religiosos, la visión del mundo y las teorías sobre los temblores (que recurren a la manifestación divina). Con el principio donde Dios creó el mundo y la naturaleza, toda manifestación natural en consecuencia es producto de Dios. Durante la época de la Colonia, no existía un verdadero conflicto entre el pensamiento antiguo y la Iglesia, excepto cuando había fenómenos destructivos como los sismos, que eran considerados como una manifestación de la ira divina (porque había que apegarse al dogma de la Iglesia).

La Iglesia, sin tener realmente consciencia de esto, contribuyó a dar una idea de la duración de los sismos. Por ejemplo, en los siglos XVII y XVIII, la duración de los sismos se medía a través de los rezos: los credos y los salmos, se decía que por ejemplo un sismo duró 3 rezos o 4 salmos. La gente espantada se ponía a rezar y así se podía medir la duración del movimiento. En Oaxaca en 1682, un temblor ocurrió el día de San José:

Tembló horriblemente, duró como seis credos, fue a las tres de la tarde, éstos son los famosos temblores del señor San José que causaron mucho daño en Oaxaca, por lo que lo pusieron por patrono de ellos

(Antonio de Robles, citado por García Acosta, 2001:53).

Aquí se menciona el registro de la hora; aunque tal registro sólo se pudo hacer a partir del siglo XVII, en especial a partir del año 1665 (C. Huygens) por medio de los relojes de bolsillo con el muelle de espiral.

La intensidad de los sismos era evaluada a partir de expresiones tales como: fuerte, grande, enorme o catastrófico, sin que se tuviera una idea de la verdadera intensidad. En el siglo XVI solo se mencionaban daños a templos y conventos, y en casos extremos a las casas de los nobles. Las viviendas indígenas eran en su mayoría de adobe o de bahareque, y sufrían en menor proporción; aunque, en Oaxaca, algunas casas de piedra, por estar cerca del epicentro, eran dañadas. Era poco común que se mencionaran muertos o heridos, todavía el concepto de víctima no existía. En el siglo XVII, las fuentes escritas como documentos emanados del Virrey o de autoridades eclesiásticas, sí mencionan afectaciones a muros con relación a las fuerzas de los movimientos sísmicos. Estas descripciones también tenían como objeto solicitar al Rey de España la reducción de algunos impuestos como la sisa y el vino, o los “dos reales novenos” como lo menciona García Acosta (2001). También era importante solicitar fondos para la reconstrucción de templos o conventos. Para eso, el pensamiento racional hacía su aparición; se trataba ya no de pedir a Dios compasión, sino de pedir fondos a las autoridades reales.

Los conocimientos en la época colonial no podían reconocer la existencia de epicentros; solamente se aceptaba que un sismo podía afectar varios lugares al mismo tiempo, aceptando la existencia de un mismo fenómeno. Los historiadores de los sismos no han encontrado en los textos científicos de la época, hasta el final del siglo XVIII, un interés particular por identificar el foco de emisión de las ondas sísmicas.

Entre las fuentes científicas, García Acosta (2001) menciona tres españoles: Tomás López Medel; José de Acosta y Juan de Cárdenas, que estuvieron en la Nueva España en el siglo XVI, y trataron el tema de los temblores con relación a los conocimientos de la época. López Medel (1520-1582) escribió su obra (Relaciones geográficas), alrededor del año 1570, a partir de los tres elementos que constituían al mundo en su cosmogonía: aire, agua y tierra. En el capítulo sobre el aire, López Medel asocia huracanes y terremotos, y evidencia la teoría aristotélica de los vientos subterráneos. Intenta una clasificación de los temblores, y califica de particulares a los que ocurren en los lugares marítimos, es decir, en las costas, con la idea de que son más porosos y cavernosos que en la tierra continental; y observa que “se presentan de manera regular cada año al inicio y término de la época de lluvias”. Finalmente, concluye que “los temblores de tierra en todo el país son precursores de las lluvias y aguas y “despedidores” [sic] de ellas”. El jesuita José de Acosta (1540-1600) residió en el Perú por 14 años, y pasó menos de un año en la Ciudad de México. Su obra, Historia natural y moral de las Indias (1590), retoma las ideas de los autores clásicos Aristóteles, Séneca y Plinio, y aborda los tres elementos, al igual que su predecesor. Reconoce que los temblores no siempre están relacionados con los volcanes porque ocurren en zonas no volcánicas, pero ubica el origen de los temblores en las cavernas subterráneas. Establece una correlación entre agua y mayor frecuencia sísmica; y explica los temblores en la Ciudad de México por la existencia de la laguna.

El tercer autor aquí citado, un español del siglo XVI, Juan de Cárdenas (1563-1609), era un médico sevillano que llegó a México muy joven, y quien basó sus explicaciones sobre el origen de los sismos en la presencia de concavidades internas en su obra titulada Primera parte de los problemas y secretos maravillosos de las Indias (1591). Empezó a formular preguntas tales como ¿por qué tiembla en las Indias tan seguido, más de 100 veces al año? Se posiciona en contra de la teoría que asocia los temblores con los vientos encerrados en las cavernas de la tierra. Se refiere también a Aristóteles y a sus Meteorológicos,y comparte la visión de la antigüedad relativa a que los vapores encerrados en las cavernas de la tierra, generados por el calentamiento del sol, provocan que el agua interior se mueva buscando salida y sacuda la tierra, induciendo los temblores.

García Acosta (2001) observa, a través de las fuentes de los siglos XVI y XVII, dos tipos de interpretaciones sobre el origen de los sismos: a) una relación directa entre sismicidad y vulcanismo; y b) la asociación de los temblores con la presencia de fenómenos meteorológicos como cometas y eclipses, lluvias, huracanes o nevadas. Ninguna de estas explicaciones cuestiona el origen divino de los fenómenos. Por ejemplo, José de Acosta relaciona a los temblores de la Ciudad de México con los lagos.

Es interesante observar esta visión llamada “científica”, por parte de unos cuantos letrados, al lado de las creencias populares y providencialistas en la misma época. La Iglesia no negaba los fenómenos, pero veía en ellos un origen divino producto del castigo de Dios. No existe evidencia de una polémica entre los defensores del conocimiento “racional” y la visión cristiana con relación a los sismos. Esto por una razón sencilla: los sabios eran suficientemente hábiles para no enfrentarse con el poder de la Iglesia. En esta época, la visión cristiana era común en Europa y en América antes de la Ilustración. Algunos clérigos sabían cómo presentar sus ideas sin cuestionar públicamente que Dios era el creador de todo. Solo podemos mencionar un debate entre científicos en el siglo XVIII, entre neptunistas y plutonistas, para saber si la actividad volcánica tenía un origen marítimo o si provenía de las profundidades de la tierra (Musset, 2011).

En el siglo XVIII, la asociación de los sismos con otros fenómenos se mantuvo entre los científicos. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVIII hubo más trabajo de corte científico. En la primera mitad del siglo, se encuentran todavía las mismas interpretaciones. En relación con el sismo del 16 de mayo de 1729, el cronista Juan Francisco Sahagún de Arévalo, apoyándose en la tesis de los elementos básicos según Aristóteles, opinaba que las causas naturales de los temblores se reducían a la fuerza de los rayos solares que engendran en el cuerpo terrestre exhalaciones que buscan su salida y provocan movimientos terrestres (García Acosta, 2001).

Durante el sismo del 4 de abril de 1768, encontramos diferentes interpretaciones. Por un lado, Joaquín Velázquez de León (1732-1786) describe el sismo, pero no opina sobre las causas: es solo un autodidacta en astronomía. José Antonio Alzate y Ramírez sí aporta una interpretación sobre el mismo sismo, y retoma en su análisis las cavernas de Lucrecio, el aire encerrado de Séneca, y la combustión interna de Buffon, y cree en “la existencia de un fuego interior que provoca el calentamiento, la fermentación e inflamación de las materias subterráneas” (García Acosta, 2001:102). Llega a distinguir dos tipos de temblores, los primeros relacionados con la necesidad de desfogue del aire; y los segundos provocados por la inflamación y explosión de la materia. El segundo tipo vuelve a confundirse con vulcanismo. Tal vez fue el primero en interesarse en la resistencia de los edificios a los temblores; sus razonamientos lo llevaron a proponer algunas ideas sobre cómo construir en zonas sísmicas (que de hecho no estaban bien definidas en esta época); hablaba de lo pernicioso de construir con pilotes tomando el ejemplo del sismo de Mesina en Sicilia (Italia) en 1783, donde edificios construidos sobre pilotes fueron destruidos totalmente. Claro, no sabía que Venecia estaba construida sobre pilotes de madera al igual que Mesina por ser ciudades sobre el agua, y que ésa no fue la causa de los derrumbes. Pero lo interesante aquí es su preocupación de cómo construir en zona sísmica (lo que es admirable para la época). La ciudad de Mesina, por cierto, fue casi destruida totalmente por el terremoto de 1908.

Al contrario de los científicos criollos como Alzate, las prácticas religiosas múltiples y variadas no eran para tratar de entender, sino más bien para calmar a la ira divina que produce temblores. Las prácticas religiosas eran de carácter colectivo o de carácter individual. Estas prácticas se efectuaban después de los temblores, desde la Iglesia, o por parte del mismo pueblo. Las prácticas colectivas eran procesiones, misas y rogativas (oraciones públicas). Todas eran organizadas a través de la identificación de santos o santas, devociones marianas como patrones de los temblores, como lo hemos visto arriba. Las plegarias se dirigían con la mediación de los santos: San José, que fue ratificado “abogado contra los temblores” en varias ciudades; San Felipe de Jesús (en Colima); San Nicolás Tolentino; y las vírgenes, como la Virgen de Guadalupe, la Virgen de la Soledad, la Virgen de los Remedios (figura 2), y de la Santa Cruz. Como se dirigían estas plegarias a los santos, llegó con ello la costumbre de nombrar, en la Nueva España, a los temblores con el nombre de los santos. Así, tenemos el temblor de San Silvestre (31-12-1603); o el temblor de San José (19-03-1682). Al lado de las procesiones para rogar por la seguridad de los habitantes, Musset (2011:94) nota que “los franciscanos, dominicos, jesuitas, hermanos de la Merced y de San Juan de Dios, rivalizaron en torturas, sufrimientos y plegarias para mejor apiadar al Señor, algunos con autocastigos, soga al cuello, el sayal y el cilicio sobre los hombros, los miembros cargados de cadenas y trabas, la lengua sujeta con pinzas de hierro, así deambulaban por las calles de la ciudad”.

Figura 2: Exvoto Virgen de los Remedios
Fuente: Mediateca INAH, Acervo Museo del Carmen

De ahí viene también la importancia de las imágenes religiosas de los santos, con sus representaciones sobre papel a partir de grabados en madera o metal, y luego a partir de la introducción de la litografía en el siglo XIX de representaciones impresas sobre papel -populares, como las de Guadalupe Posada- (fig. 3). Es muy común encontrar hasta hoy, en los altares familiares, imágenes de los santos protectores de los sismos. Cabe mencionar también los exvotos pintados sobre láminas de metal, para agradecer al Señor por haber salvado a algún miembro de la familia del derrumbe de una casa a causa de un temblor.

Figura 3: Guadalupe Posada, Volante, 1902
Fuente: Frances Toor, Mexican Folkways, Nº 3, Vol. 4, 1928

Estas manifestaciones religiosas permitían también medir la intensidad de los temblores, tanto por lo opulento y concurrido de las procesiones, como por lo prolongado de la ruta trazada en las calles de la ciudad y por su número. Como ejemplo los temblores de abril de 1776, citados por García Acosta (2001), en Guerrero, Oaxaca y la Ciudad de México, que causaron 16 procesiones a lo largo de 3 semanas. La medida antisísmica tal vez más original fue la que ocurrió en Lima en 1687, tras un terremoto, a iniciativa del Virrey: la de ordenar a las mujeres alargar sus faldas, porque habían ofendido el Señor, enseñando sus pantorrillas a los hombres (Musset, 2011:90).

Después de los temblores, desde el siglo XVIII empezaron las autoridades a levantar un registro sobre los daños, particularmente de los monumentos e iglesias. Asimismo, se constituyeron fondos para la reconstrucción, por medio de limosnas, del empleo de rentas de propiedades de la Iglesia, y de fondos de cofradías. Estos fondos, sin embargo, eran dirigidos a la reconstrucción de los templos, y no a las viviendas. Hubo ocasiones en que las autoridades civiles reunieron fondos para auxiliar a los damnificados, pero no fue la regla principal en la Colonia. El concepto de víctima todavía estaba por inventarse…

Inundaciones coloniales

La gran inundación de 1629-1634 en la Ciudad de México marcó el siglo XVII en cuanto a interpretaciones y debates sociales, religiosos y científicos; ocurrió un poco como con el sismo de Lisboa, que fue el parteaguas en las ideas sobre desastres en el siglo XVIII. La catástrofe que implicó esta inundación duró 5 años, y marcó el momento donde se debatieron las ideas de científicos, funcionarios, ingenieros y frailes, incluyendo algunas posturas criollas en contra de los españoles, considerados responsables del desastre. En 1608 se había terminado el canal de desagüe de Nochistongo, producto de la ingeniería española y de la mano de obra indígena, pero no sirvió para nada, porque se derrumbó.

El ingeniero hidrólogo, Enrico Martínez (1550-1632) explicaba el fenómeno a través de los cambios ecológicos que habían introducido la ganadería española, la tala de árboles, el pastoreo intensivo y la expansión de los cultivos, pues habían erosionado la capa de la tierra y así, año tras año, las lluvias arrastraban dicha tierra a los lagos, elevando el nivel del agua y provocando inundaciones al momento de fuertes lluvias como en 1604, 1607, 1615, 1623, 1627 y 1629 (Everett Boyer, 1975). Para tal efecto, se entiende perfectamente como la vulnerabilidad de la ciudad a las inundaciones, si se considera el plano de la Ciudad de México en el siglo XVII, donde ésta aparece rodeada de chinampas, y apenas protegida por el albarradón (ver Fig.4.)

Figura 4: Plano de la Ciudad de México en el siglo XVII
Fuente: Ing. Alfredo Becerril Colín, 1961

El Virrey y el cabildo revisaron las costosas obras de desagüe que no habían servido, y se habló de regresar al sistema prehispánico de diques y represas. También se habló de abandonar la isla y de reasentar la ciudad en lugares más altos, tal como lo había propuesto Felipe II.

Lo que no habían considerado los españoles; y el primero de ellos fue Cortés, es que la construcción de los grandes edificios para la nueva ciudad necesitaba una cantidad impresionante de pilotes de madera y de vigas. Esta madera provenía de los cerros, y así empezó la deforestación con las construcciones de los primeros conquistadores. Para darnos una idea de esto, para construir la casa de Cortés se necesitaron 7 mil vigas de cedro que transportaron 1200 indígenas desde los cerros (Everett Boyer, 1975). Así, la ciudad construida sobre la antigua Tenochtitlán se hizo extremadamente vulnerable.

A pesar de las advertencias de algunos (como el Virrey Luis de Velasco, que informó a Felipe II que se había elegido un sitio poco seguro en vez de elegir a pocas leguas de distancia un terreno más duro y seguro), desde 1584 el padre Ponce advertía que el relleno de los canales no era apropiado para la arquitectura monumental, y que efectivamente se hundían los conventos de Santo Domingo y San Agustín. Así, durante los 300 años de gobierno colonial los españoles, que habían destruido buena parte de las obras ejecutadas por los mexicas, tuvieron que sufrir los efectos de las inundaciones. En 1629, Enrico Martínez tomó la funesta decisión de cegar la entrada del canal de desagüe por temor a que las aguas lo destruyeran; de este modo, las aguas desbordaron los bordos y represas, inundando las partes bajas de la ciudad.

Al lado de estos análisis racionales de las causas de las inundaciones, que al principio del siglo XIX (1803) retomó el viajero Humboldt, observando que la erosión causada por la deforestación trastornaba todo el sistema hidráulico de la cuenca, están los elementos religiosos y creencias fundadas en la Biblia. Así, el franciscano fray Juan de Torquemada (1557-1624) proponía una explicación religiosa a las inundaciones, sin por lo tanto haber vivido la inundación de 1629. Para él, los lagos de la Ciudad de México eran una reminiscencia del Diluvio bíblico, y los indígenas habían sido condenados a vivir en el agua a causa de sus pecados (Cuéllar Meléndez, 2017). Así, el castigo divino era la causa de las inundaciones. La historia no dice si los indígenas pecaban más que los españoles, pero resulta que se estima que en la inundación de 1620 murieron unos 30,000 indígenas, así como algunos notables españoles, como el corregidor de la ciudad, la hija del Virrey, y un profesor de teología (Everett Boyer, 1975).

La interpretación de Torquemada no es aislada, y refleja el pensamiento de muchos cristianos de la época. Existe también una curiosa idea descrita por varios cronistas del siglo XVI, que señalaron que con la llegada de los españoles los lagos empezaron a decrecer. Motolinia (1482-1569) lo menciona como testigo, y lo interpreta como una manifestación del aplazamiento de la ira divina a causa de la conquista de los españoles sobre los indígenas considerados sanguinarios (Cuéllar Meléndez, 2017). Los lagos eran considerados, por Motolinia, como un remanente del Diluvio Divino, ya que en los indígenas no habían desaparecido los sacrificios humanos descritos por Bernardino de Sahagún (aunque esto podría disminuir con la supresión de dichos sacrificios). Esta relación entre lagos, sacrificios y castigo es muy interesante, pues se trata de elementos reales que ponen en evidencia la construcción de un discurso imaginario a partir de la antigua retórica que comprendía un concepto particular, el de los impossibilia,que consiste en presentar elementos contrarios, o imágenes imposibles, como lo son: lagos/sacrificios o lagos/castigo.

Motolinia, considerando el Diluvio en el Valle de México, se sorprendía de la altura de los montes que rodeaban tal valle, y se preguntaba cómo estos montes pudieron ser sumergidos durante el diluvio bíblico universal. Además para él, el Popocatépetl no es el Monte Ararat, y las fumarolas del volcán se apagaron en 1528, lo que constituía una señal divina de la justificada conquista.

Lo que también hacía incomprensibles las inundaciones, es el hecho de que los lagos disminuían, pero las inundaciones eran más recurrentes, más desastrosas para los habitantes a lo largo de los siglos de la Colonia. Para la Iglesia era difícil entender esta contradicción (sin contar con las propuestas discordantes de los “expertos” en hidrología, que intentaban poner fin a las inundaciones, sin éxito realmente). Entonces, en pleno siglo XVII hubo un ajuste de las ideas: las inundaciones ya no eran un castigo divino por los pecados cometidos por los indígenas; ahora el castigo divino ocurría por culpa de los propios habitantes de la ciudad, por su deterioro moral y su decadencia, como lo afirmaba el Obispo Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659).

Pero la Iglesia tenía otros recursos para luchar contra las inundaciones. Se trataba de calmar la ira de Dios, y el recurso era la intercesión con los Santos y las Vírgenes. El primer santo patrono de la ciudad frente a las inundaciones fue San Gregorio Taumaturgo, al principio del Siglo XVII, sobre todo en los años 1604-1607, con las fuertes inundaciones. El santo fue uno de los padres de la Iglesia en el siglo III d.C., y obispo de Neocesárea en Turquía; y se le atribuían algunos milagros relacionados con el agua. Su devoción alcanzó su máximo a raíz de las inundaciones de 1629, pero a pesar de la procesión organizada alrededor de la Catedral, el nivel de agua no bajó; su devoción perdió fuerza y su culto empezó a desaparecer en la segunda mitad del siglo XVII, hasta terminarse por completo (Cuéllar Meléndez, 2017).

Pero había otra santa, la Virgen de los Remedios, conocida como “la que cura los males”, que fue patrona de la ciudad desde el siglo XVI. En la segunda mitad del siglo XVII resalta la gran popularidad de la Virgen de los Remedios en la Ciudad de México y su comarca, haciéndola comparable con la de la Virgen de Guadalupe, cuyo culto aún no se había desarrollado. El santuario de la primera, donde ahora está la Basílica en el municipio de Naucalpan, Estado de México, profesaba un culto de carácter fuertemente indígena, y estaba muy ligado al cabildo de la Ciudad de México. El gobierno virreinal destinaba varios recursos para fortalecer el culto a la Virgen, y así ejercer un dominio espiritual sobre los indígenas de las poblaciones circunvecinas.

En agosto de 1629, cuando las aguas no cesaban de subir, el cabildo de la ciudad organizó un novenario en la ermita de Naucalpan, donde descubrió el rostro de la Virgen. Desgraciadamente, algunos días después cayó un aguacero que inundó la ciudad. Luego, al igual que San Gregorio, la virgen perdió importancia y fue reemplazada por la Virgen de Guadalupe como patrona de la ciudad. La Virgen de los Remedios fue, sin embargo, invocada en más de setenta procesiones entre los siglos XVI y XIX.

Algunas crónicas mencionan que, durante la inundación, entre 1629 y 1630 una procesión trajo a la catedral la imagen guadalupana. Otras mencionan que la Guadalupana y la de los Remedios se quedaron en la ciudad hasta que las aguas bajaron. Parece que estamos frente a la construcción política de una devoción utilizada por el clero secular (que tenía en custodia la imagen de la Virgen para ganar mayor influencia en la vida social y religiosa novohispana). De hecho, la Virgen de Guadalupe se convirtió, ya en el siglo XVIII, en la imagen más venerada de la Nueva España, y fue elegida patrona de la ciudad en 1737.

En esta competencia entre ingenieros, frailes y obispos, parece que la que dio los mejores resultados fue la Virgen de Guadalupe. El tajo de Nochistongo no fue suficiente para desalojar el agua, y todavía faltaban muchas obras para volver la ciudad más resiliente a inundaciones. Así, solo una intervención sobrenatural podía poner fin a la inundación en 1634.

Conclusiones

En la época colonial, la ciencia no estaba tan separada de la fe católica. La información científica llegaba a cuentagotas a Hispanoamérica a través de libros importados de Europa, de manera legal o ilegal. Luego, las primeras imprentas instaladas en Nueva España difundieron al principio un saber cristiano controlado por la Iglesia, que tenía dos aparatos de control: la Inquisición y la educación.

Durante todo el siglo XVI y XVII, el enfoque providencialista marcaba la vida de los hispanoamericanos sin que éstos tuvieran la posibilidad de tener otra explicación de los fenómenos a los cuales se enfrentaban. La Iglesia poseía todo un aparato de acciones y rituales para enfrentar desastres. Uno de los primeros rituales en América hispana, cuando ocurría un desastre, fueron las procesiones rogativas.

En el siglo XVII las respuestas colectivas frente a desastres fueron más organizadas y estructuradas, hasta que fueron dirigidas, por la propia Corona, mediante cédulas reales en las que especificaba la necesidad de hacer rogativas públicas. Un factor que influyó en la idea de que los santos son protectores de algunas amenazas tiene que ver con el hecho de que varios de los santos han sido objeto de milagros.

Durante el periodo colonial, pensamiento racional y teología se mezclaron en la interpretación de los fenómenos. Las interpretaciones científicas se impregnaron de los aspectos religiosos. La visión del mundo y la interpretación de los temblores recurrían así a la manifestación divina. Sin embargo, hubo intelectuales que intentaron dar explicaciones más racionales a los temblores, como Tomás López Medel, José de Acosta y Juan de Cárdenas. En el siglo XVIII, José Antonio Alzate y Ramírez aportó su interpretación sobre los sismos, y retomó en su análisis las cavernas de Lucrecio junto al aire encerrado de Séneca.

La gran inundación de 1629-1634, en la Ciudad de México, marcó el siglo XVII en cuanto a interpretaciones y debates sociales, religiosos y científicos. Este desastre duró 5 años, y fue el momento donde se debatieron las ideas de científicos, funcionarios, ingenieros y frailes.

Este trabajo se enmarca en una historia de ideas, en particular las ideas relativas a los desastres. La época colonial es interesante porque pone en relieve la persistencia de la ideología dogmática de la Iglesia, frente a un pensamiento positivista y racional llevado a cabo por una élite novohispana. Si bien el pensamiento científico no logró todavía entender el origen de los sismos, logró que las autoridades levantaran un registro de los daños provocados por los mismos en los edificios; y logró abrir el debate entre la iglesia y los científicos durante la gran inundación del siglo XVII. De esta manera, el mito del gran diluvio bíblico castigador se fue desvaneciendo paulatinamente en los siguientes siglos.

Agradecimientos

Esta investigación es parte de los resultados del trabajo del año sabático financiado por el Instituto Politécnico Nacional 2020-2021, bajo el título “Historia de las ideas sobre riesgos y desastres en ambos lados del Atlántico”.

Bibliografía

Acosta, José de, 1954, Historia natural y moral de las Indias, (1591), Biblioteca de Autores españoles, Madrid, 673p. Consultado en: https://enriquedussel.com/txt/Textos_200_Obras/PyF_siglo_XVI/Historia_natural_moral_Indias-Jose_Acosta.pdf

Altez, Rogelio, (2002), De la calamidad a la catástrofe: aproximación a una historia conceptual del desastre, Serie Técnica FUNVISIS, 2002, Caracas, Nº 1, pp. 169-172.

Alzate y Ramírez, José Antonio, 1768, Diario literario de México, México, 197p. Consultado en: http://bibliotecadigital.tamaulipas.gob.mx/archivos/descargas/16000000004.PDF.

Becerril Colín, A. (1961). Proyecto preliminar de la planificación de la cuenca del Valle de México, México, 48p.

Everett Boyer, R. (1975). La gran inundación, vida y sociedad en la ciudad de México (1629-1638), traducción de Antonieta Sánchez Mejorada, México, Secretaría de Educación Pública, (Sep-setentas), México, 152 p.

Cárdenas, Juan de, 1913, Primera parte de los problemas y secretos maravillosos de las Indias(1591), México, Casa de Pedro Ocharte, Imprenta del Museo de arqueología, historia y etnología, Consultado en: https://mexicana.cultura.gob.mx/es/repositorio/detalle?id=_suri:DGB:TransObject:5bce598a7a8a0222ef15e824.

Cuellar Meléndez, M. H. (2017). La lucha de los Santos. Corporaciones e imágenes religiosas vinculadas a la inundación de 1629 en la Ciudad de México, Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, Nº 35 (2017), pp. 149-177.

García Acosta V. (coord.), (1996 y 1997). Historia y Desastres en América Latina, vol. 1 y 2, Bogotá, LA RED/ CIESAS.

García Acosta V. (2001). Los sismos en la historia de México, Tomo I & II, Fondo de Cultura Económica, UNAM y CIESAS.

Musset, A. (1996). Mudarse o desaparecer. Traslado de ciudades hispanoamericanas y desastres (siglos XVI-XVIII), in: García Acosta, Virginia (coord.), Historia y Desastres en América Latina, vol. 1, Bogotá, LA RED/ CIESAS, pp. 23-45.

Musset, A. (2011). Ciudades nómadas del nuevo mundo, FCE, México, 477p. (Edición original: Villes nómades du nouveau monde, EHESS, Paris, 2002).

Requejo Salcedo, Juan,1640, Relación histórica y geográfica de la provincia de Panamá en 1640. In: Colección de libros y documentos referentes a la historia de América. Tomo. 8. Consultado en: http://bdigital.binal.ac.pa/bdp/older/geografiapa-4.pdf.

Todd, L. E. et al. (2009), Breve Historia de la Ciencia en México, Colegio de Estudios Científicos y Tecnológicos del Estado de Nuevo León. Monterrey, N.L. México, 284p.

Frances Toor, (1928). Mexican Folkways, Nº 3, Vol. 4. México.

También le puede gustar...