Revista Gremium

Teoría en la Restauración Arquitectónica (el Concepto y el Objeto)

Teory in Architectural Restoration
(Concept and Object)

Hector César Escudero Castroa
aInstituto Politécnico Nacional: Orcid, E-mail, Google Schoolar
Recibido: 24 de mayo del 2022 | Aceptado: 17 de junio del 2022 | Publicado: 31 de agosto del 2022

Resumen:

La preocupación por conservar la herencia arquitectónica, a lo largo de un poco más de siglo y medio, ha acumulado una amplia serie de posturas teóricas, las cuales han sido empleadas para guiar los trabajos encaminados hacia la salvaguarda de esta arquitectura. Sin embargo, aún en la actualidad se observan muchas contradicciones en los resultados producto de la praxis, agrupándose estos resultados en tres tendencias generales: “consistente”, “aparente” e “indiferente”. Por lo que, para realizar y mostrar una reflexión al respecto, en el presente trabajo se establece, como marco teórico, la unión de un pronunciamiento de cada uno de los dos grandes pensadores convocados, Sócrates y Popper, bajo lo cual se interroga a los teóricos clásicos sobre lo que consideraron que era la Restauración Arquitectónica, y lo que es su objeto de atención, con la finalidad de demostrar que, en la práctica de la restauración se enredan una serie de supuestos que incluyen desde las ambigüedades -tanto en la teoría de la disciplina, como en la definición o delimitación del objeto de atención-, hasta la disputa entre no pocas áreas del quehacer humano. El método empleado para la realización del presente artículo es lo indicado por el Racionalismo Crítico, puesto que se trata de un análisis teórico.

Palabras clave: conservación; restauración, objeto, materia, forma

ABSTRACT

The concern to preserve the architectural heritage, for as long as a century and a half, has accumulated a wide series of theoretical positions, which have been used to lead the work aimed to safeguard this architecture. However, even now, many contradictions are observed in the results along the praxis, grouping up these results into three general trends: “consistent”, “apparent” and “indifferent”. Hence, the theoretical framework in the present work is established to carry out and show the synthesis of the statements of Socrates and Karl Popper, inquiring the classical theorists considerations on what the Architectural Restoration is and what their focus object should be, so as to demonstrate that in the practice of restoration, a series of assumptions are entangled because of the ambiguities -in the theory of the discipline, as much as in the definition and delimitation of the focus object, and even in the dispute, between quite  a few areas of the human activity. Because of the nature of this theoretical analysis, the method used to carry it out follows the Critical Rationalism.

Key words: conservation, restoration, object, matterial, form.

Introducción

La historia y la experiencia, hasta el momento, nos han enseñado que el conocimiento es un proceso que al parecer no tiene fin, por lo que cada disciplina del saber humano está permanentemente en busca de mejores y más amplias explicaciones y entendimientos sobre la parcela del universo que estudia.

En este tenor, al cúmulo de conocimiento, resultado de la preocupación por la preservación de la herencia arquitectónica a lo largo de un poco más de siglo y medio, se le ha conformado, sumando como apoyo teórico para sus objetivos, un singular número de puntos de vista, desde los cuales se han abordado y planteado explicaciones y soluciones al problema de la conservación de dicha herencia.

Junto con este aumento de aristas desde donde se pretende distinguir a la arquitectura histórica, se han generado tensos y aguerridos debates entre los fines y los valores de cada postura (Díaz-Berrio, 1985).

Por lo que, con el propósito de hacer una aclaración sobre las condiciones que actualmente prevalecen sobre el tema, en el presente artículo, retomando a dos referentes clásicos del análisis y del conocimiento del quehacer humano, y poniéndolos de marco, se abre una ventana sui géneris, a través de la cual se muestra una básica pero necesaria reflexión sobre la Restauración Arquitectónica, en el entendido de ser ésta la disciplina por antonomasia, encargada de la conservación arquitectónica.

Es así que, en primer lugar, hace su aparición Karl Popper, quien establece que, para el conocimiento, el punto de partida es el problema, y que no puede haber conocimiento sin un problema previo, pero además indica que estos, los problemas, surgen especialmente cuando vemos defraudadas nuestras expectativas, al comparar lo que esperábamos con lo que observamos, o cuando nuestras teorías nos enredan en dificultades o contradicciones (Popper, 1967).

Tomando lo dicho previamente por Popper, ahora damos paso a lo que el gran filósofo del Demo Alopece de Atenas, el gran Sócrates, conformó claramente en un enunciado necesario, que, como fundamento sine qua non puede realizarse correctamente desde cualquier cosa o actividad, ligándolo tanto al techné como al areté griego; idea que dicta que:

“No es habitual decir acerca de cuáles son las mejores herramientas y el mejor material que debe emplearse, y los mejores métodos de usar unas y otros, antes de haberse formado una idea clara y detallada de lo que se quiere hacer y de la función que eso que quiere hacerse ha de desempeñar” (Guthrie, 1982).

Ahora, volviendo a la Restauración Arquitectónica, y ligándola a lo que enunció Sócrates, nuestro primer problema es responder, racional, lógica y objetivamente, qué es lo que debe entenderse por Restauración Arquitectónica e, inseparablemente ligada a esta pregunta, está la que demanda sobre cuál y qué es el objeto de atención de esta actividad, pues de eso que consideremos que es este objeto, será lo que pretendamos en primera instancia restaurar para conservarlo, y de ahí aclarar lo que con ello se pretende, es decir, el porqué de esta disciplina.

Cierto, estas preguntas pueden no ser novedosas, pero al parecer, por lo que dijera Popper sobre la defraudación entre expectativas y observaciones -cosa que es muy frecuente en la disciplina de la restauración aún en los tiempos que corren-, se muestran muy pertinentes. Y por ello, teniendo como base este marco, volveremos a preguntarle a los teóricos clásicos del tema, qué es lo que consideraron al respecto de estas dos interrogantes y desde ahí, mediante una serie de reflexiones y análisis a sus respuestas, se presentarán las conclusiones resultantes; conclusiones ligadas a la hipótesis implícita en el planteamiento del problema, la cual considera que, en la práctica de la restauración se enredan una serie de supuestos que incluyen desde las ambigüedades -tanto en la teoría de la disciplina, como en la definición o delimitación del objeto de atención- hasta la disputa, entre no pocas áreas del quehacer humano, por la tutela de la arquitectura histórica, con lo cual se da paso, entre otras cosas, a confundir los términos de “valor”, “interés” y “fin”, y a considerarlos como sinónimos, lo que ha permitido que en la restauración arquitectónica todo sea posible sin el mayor cuestionamiento.

Y es así que, del declarado interés por preservar la arquitectura histórica, del que prácticamente todos los ámbitos del conocimiento sin cuestionar se han pronunciado partidarios -tal vez por el temor a las férreas críticas que les propinarían el ir en contra de una herencia cuasi sagrada-, pasamos a los no pocos controvertibles resultados observables en la realidad. Colocándose, en primer plano, la pregunta obligada sobre esta situación: ¿en qué parte del camino la idea absolutamente clara de preservar la arquitectura histórica, tomó diferentes concepciones y por qué?

Para tratar el tema en busca de una respuesta a lo hasta aquí planteado, y puesto que este trabajo se inserta en el debate de corte teórico, el método empleado para el desarrollo de este artículo es el denominado Racionalismo Crítico, el que en términos generales establece que: el método se basa en la exigencia de buscar el error en las teorías, sometiéndolas a una contrastación empírica. Por lo que, en primer lugar, se muestra una semblanza sintética del cómo se observan las prácticas prevalecientes en esta disciplina.

Práctica de la restauración

En el momento en que se fijó la atención en la arquitectura histórica, ya no como un desecho o como un banco del cual extraer material, sino con la conciencia de que estas antiguas edificaciones son mucho más que ruinas o materia inerte, se abren las puertas de entrada a diferentes posturas y/o puntos de vista (moral, legal, económico, histórico, estético, arqueológico, político, social, y varios más) desde los cuales se ha trabajado para dar razón, justificación y rumbo a la preocupación por mantener ese legado. Sin embargo, no hay que perder de vista que, al final de cuentas, la constante de donde parten y aterrizan todas estas posturas es una materia de carácter arquitectónico1, ya sea esta física o intangible, pero que es en conclusión lo que se determinó conservar.

Como resultado de la participación de tantas posturas, y no habiendo un principio que las jerarquice, las ordene o les establezca claramente; es decir, que determine qué es lo que se pretende restaurar y por ende conservar, se puede observar, al comparar los resultados de diferentes ejemplos de intervenciones, amplias e incluso contradictorias diferencias tanto en los criterios como en los modos de intervención. Recordemos al respecto aquellas obras donde lo único que se conserva es la fachada o el cascarón, o casos donde se mantiene nada más la primera crujía, o en donde se deja a la edificación en completo estado ruinoso, únicamente para su contemplación; o, como contraparte, están las reconstrucciones totales. Estos ejemplos, son sólo por mencionar lo que directamente está relacionado con alguna edificación -sin considerar por el momento lo urbano, en donde hay también mucho por analizar-, pero que en conjunto revelan, al parecer, que, en la actividad de la restauración, todo es posible.

Con estos resultados observables en la práctica, tan diversos e incluso discordantes, se pueden establecer tres tendencias generales en cuanto a criterios de actuación, a saber: “Consistente”, “Aparente” e “Indiferente”, que se combinan con cuatro categorías que clasifican a las edificaciones, las cuales se ordenan con algún rango de valor, principalmente histórico –aunque no única ni predominantemente–, siendo éstas: “Emblemáticas”, “Religiosas”, “Gubernamentales”, “Privadas”, considerándose más o menos en este orden su preeminencia.

Ahora bien, distinguiendo cada una de las posturas, tenemos que en la denominada “Consistente”, se entiende que la operatividad restauradora se apoya en la formalidad tanto de alguna teoría como en la de la normatividad vigente. Realizándose las acciones de una forma específica y predeterminada, en donde los resultados son, en mayor medida, los esperados, pues así han sido planeados. En la segunda postura, la calificada como “Aparente”, no se hace uso de un referente teórico, y la normatividad se flexibiliza a tal extremo, que domina la idea de que todo es posible; los resultados pretenden únicamente la legitimación de una simulación, como el fachadismo, la preservación de algunas partes del inmueble, o el lograr una imagen que dé la apariencia de que se está restaurando, utilizando para ello técnicas, materiales y acabados aceptados como antiguos en el imaginario colectivo. La última postura, determinada como “Indiferente”, es aquella en donde no se considera en absoluto a la normatividad de la restauración y mucho menos a su teoría, los proyectos y acciones no responden al interés de la Restauración y por ende a los de la Conservación, situación que casi siempre conlleva una gran destrucción y alteración de la arquitectura histórica, siendo evidente que, en esta postura, el inmueble como tal no importa, y si acaso alguna parte es mantenida, será solo en la medida en que esta responda a los intereses de los responsables de la intervención (Escudero, 2019, pp. 37-42). Es precisamente este tipo de contexto lo que considera Popper como enredo entre teorías y defraudación de las expectativas con los resultados.

Ciertamente es posible, que para entender por qué la conservación de la herencia arquitectónica está en la situación descrita, en donde la pérdida de este legado es preocupante, se presenten como explicación los supuestos de que se ha olvidado, confundido o extraviado el rumbo de esa intención tan defendida y aceptada que era la de conservar esta arquitectura. Pero resulta casi imposible suponer que este interés por conservar se haya olvidado, pues existen, además de una larga tradición sobre el tema, instituciones nacionales e internacionales, encargadas del cuidado y de que se cumpla la normatividad, así como unas más, encargadas de la formación de especialistas en el tema; sumándose a todo esto, está la realización de una gran cantidad de eventos que permanentemente se enfocan en mantener y difundir este interés.

En cuanto al extravío en el rumbo, este es evidente y demostrable con las observaciones que se pueden hacer a los resultados palpables de la actividad, pero este extravío está íntimamente ligado con la confusión que provoca el hecho de que existan tantas posturas emanadas de diferentes áreas del conocimiento, pues cada una intenta hacer prevalecer sus valores e intereses2, confrontación en la que resulta muy provechoso, para cada bando, la ambigüedad de los dos conceptos fundamentales de la disciplina; y es así que, retomando lo dicho por Sócrates, se vuelve imprescindible saber qué es eso que se pretende hacer, por lo que se tiene que formular la pregunta: ¿qué es la Restauración Arquitectónica; y qué es la Arquitectura Histórica como su objeto de atención?

Para tener un punto de partida desde dónde rastrear las respuestas a estas interrogantes, se procede a realizar una revisión de lo que los clásicos de la disciplina han considerado al respecto.

La idea de restauración en los teóricos clásicos

En primer lugar, se presenta la consideración de Viollet le Duc, esto por la relevancia de su definición y por ser este autor, además, el primero en dar una estructura formal y por escrito a la actividad de la restauración arquitectónica3, en donde comienza precisando lo que no es la restauración, y aclarando que nunca antes cultura alguna había entendido, ni pretendido, hacer esa actividad como hasta ese momento (Chanfón, 1988, p. 57).

Para él, la restauración arquitectónica, no es “mantener” al objeto en el sentido como lo hacen las posturas arqueológicas4 de su tiempo, es decir, no se trata de “congelar” los restos de la arquitectura; ni tampoco de “reparar” o hacer restituciones, y menos siguiendo la moda del momento; no acepta como restauración los focalizados trabajos de arreglo que un inmueble pudiera necesitar; y mucho menos “rehacerlo”; comenta que restaurar arquitectura no es volver a construir algo de lo que ya no queda nada o casi nada; incluso opina, que después de las investigaciones previas a la actividad restauradora, si no se tienen los datos necesarios, no debe actuarse bajo conjeturas, pues “…nada es más peligroso que una hipótesis cuando de restauración se trata…”   (Viollet le Duc, en Chanfón, 1988, p. 79).

Viollet considera que la restauración versa sobre el restablecimiento de un estado completo, es decir, sobre lograr una unidad arquitectónica funcional terminada, lista para ser usada, siguiendo para esto las ideas clásicas de arquitectura de pureza y de relación del todo con la parte, y la parte con el todo5; por lo tanto, las soluciones a las partes faltantes o deterioradas, así como a lo que arquitectónicamente requieran las nuevas necesidades, se deberá proponer siguiendo los lineamientos que le dieron origen al inmueble, liberándole, en este sentido, de todo aquello que le es ajeno, llevándolo incluso a un estado tan perfecto como nunca pudo haber presentado (Díaz-Berrio, 1985, p.11); en este entendimiento, la restauración trabaja diseñando e implementando satisfactores para la adecuada actualización y utilización del inmueble, pero siempre manteniendo en el mayor grado posible la pureza del estilo primario.

Esta postura, como lo dice Villagrán (2007), se distingue por su carácter arquitectónico; para Viollet una obra verdaderamente arquitectónica nunca pierde esa consistencia, y como tal debe ser entendida y tratada, por lo que, para este autor, en su idea de Restauración Arquitectónica, lo definitorio es la “forma”6, por eso concluye diciendo que la restauración es: “el restablecimiento de un estado completo que puede no haber existido en un momento determinado” (Viollet le Duc, en Chanfón, 1988, p. 57).

Como contraparte a la posición de Viollet, se encuentran las ideas del inglés John Ruskin, quien afirma que es imposible restaurar, y con ello niega a la Restauración Arquitectónica, pues asegura que la palabra “restaurar” significa la destrucción más completa que puede sufrir un edificio, destrucción que es acompañada por una falsa presentación del monumento destruido y que esta actividad es tan imposible como pretender resucitar a los muertos; las pretendidas restauraciones sólo producen un objeto que ni es el inmueble histórico ni es una obra autentica de su tiempo (Ruskin, 2015). Al considerarse como imposible la restauración, lo único que queda por hacer es conservar y, esto es, en específico, mantener en pie, sin modificación y como unidad, a los materiales que constituyen físicamente la obra arquitectónica.

La preocupación que debe guiar la actitud de todo el mundo para con los inmuebles, es la de esforzarse por mantenerlos; para esto, habrá que prevenir y corregir todo daño que les afecte, sin importar la apariencia que produzcan las soluciones, haciendo hincapié en que las generaciones presentes sólo tienen la responsabilidad de mantener este legado, pues el derecho sobre ellas, es de los que las crearon y de los que las conocerán en el futuro (Ruskin, 2015).

Con este personaje, se introduce en el quehacer de la restauración una demanda moral en el trato de la herencia arquitectónica, al reflexionar sobre los aspectos de los derechos que pudieran tenerse sobre esta arquitectura.

La siguiente reflexión sobre el concepto de restauración, lo aporta la Arqueología7, que al tener entre sus materiales de estudio los restos arquitectónicos de otras épocas, establece una forma de intervenirlos, y su definición se apega mucho a la idea de Ventura Rodríguez, citada por Rivera, quien consideró como una verdadera acción restauradora, a la acción “…consistente en proteger el valor de una obra arquitectónica sin alterar su condición existencial e histórica, sin aportar intervenciones que transformen su esencia…” (Rivera, 2008, p. 103).

En el trabajo arqueológico, las acciones de “consolidación”8 son consideradas, en la práctica, sinónimo de restauración, esto se observa desde mediados del siglo XVIII, momento en el que esta disciplina proponía definir a la restauración como, “…el conjunto de operaciones destinadas no a actualizar el monumento, ni a enriquecerlo, sino a conservarlo como testimonio del pasado…” (Miarelli, en Prado 2010, p. 18).

La postura arqueológica se distingue por proponer un total respeto a lo históricamente construido, y que se ha mantenido hasta el tiempo presente, únicamente actuando para hacerlo legible, recomponiéndolo mediante el aprovechamiento de los restos existentes en el sitio (anastilosis), definiéndose como: “…restauro arqueológico… la operación realizada para completar o consolidar los edificios, una vez estudiados científicamente, excavados y dibujados correctamente…” (Rivera, 2008, pp. 124–130).

“En resumen, el Restauro Arqueológico se comprende como la serie de acciones que se llevan a cabo para consolidar totalmente un edificio o reintegrarle (mediante anastilosis) partes faltantes…” (Prado, 2010, p. 32).

El interés de esta disciplina únicamente se enfoca en la obtención de conocimiento histórico cultural, que puede ser deducido de la composición y disposición que guardan los restos materiales, por lo que hay que dejarlos tal y como se encontraron; siendo esto lo único y lo más importante.

La siguiente acepción sobre Restauración Arquitectónica es aportada por las escuelas denominadas Moderna y Científica, en donde en primer lugar está Camilo Boito, quien propugna por establecer a esta actividad como “una disciplina seria y autónoma” (Rivera, 2008, p. 159), apoyándose en un método de ocho puntos generales9 de actuación para toda obra histórica (Díaz-Berrio, 1985). Este arquitecto emplea el concepto de “restauración” en forma ambivalente, pues sigue considerando a este término como el que inevitablemente lleva a una “complementación en estilo10” cuando sugiere que se debe consolidar antes que reparar y reparar antes que restaurar (Boito, 1883), o cuando, como comenta Díaz–Berrio al referir el enfoque de Boito, dice que, sin llegar al extremo de no tocar nada, pero tampoco sin llegar a inventar o “restaurar más de lo debido” (Díaz–Berrio, 1985, p. 17). Por otro lado, es partidario de la recuperación de los monumentos para su utilización, adoptando para ello la postura arquitectónica de su tiempo (Rivera, 2008, p.158).

La concepción de restauración en Boito es más bien de “conservación”, definiéndola como: “… la actividad de consolidar y completar una edificación histórica…” (Capitel, 1988, p. 32), en donde la consolidación se aplica a la materia histórica sin proscripción de ninguna etapa, manteniendo el principio de “honradez y de respeto” por lo auténtico, y en caso de tener que completar al edificio, será o una anastilosis, o algo evidentemente diferente a lo existente en lo material y en lo formal.

El segundo integrante de esta corriente es Gustavo Giovannoni, quien, en su afán de organizar la restauración con base en un método científico, establece que ésta es, desde una sola, hasta la suma de las cinco categorías de actuación que él instituye (consolidación, recomposición, liberación, complementación, innovación) (Díaz-Berrio, 1985).

Si bien, al calificar estas categorías con el término de restauración, en su aplicación a la materia histórica la principal es la de “consolidación” (y eso recomendando lo mínimo necesario); las dos categorías siguientes se aplicarán de forma muy cuidadosa, es decir, las “liberaciones” son sólo aplicables para retirar todo aquello que no aporte o minimice lo estético del inmueble; y la “recomposición” es únicamente para la posibilidad de realizar una anastilosis. En cuanto a las restantes, “complementación” e “innovación”, su aplicación debe seguir los postulados de Boito.

Restaurar es para las escuelas Moderna y Científica: el escrupuloso mantenimiento (consolidación) de la materia histórica, acompañado del quehacer arquitectónico que sólo participará en la obra nueva, que complementa a la antigua, manteniendo una evidente notoriedad –en todos los aspectos de diseño y constructivos– entre lo histórico y los nuevos añadidos. Tutelado todo el proceso por un postulado de ocho puntos y una operatividad de cinco categorías, con el fin de darle un uso arquitectónico al inmueble.

La siguiente postura se gesta desde principios del XIX, y se apoya en la investigación histórica como fundamento objetivo para justificar sus actuaciones, dividiéndose en dos vertientes; la primera de estas puede identificarse con los inspectores franceses de monumentos Ludovic Vitet y Prosper Merimée; en donde el primer autor define la restauración como: “…una operación de integración estilística por medio de la cual el arquitecto deberá tender a alcanzar en el monumento la unidad que coincida con su estado primitivo…” (Rivera, 2008, p. 135), apoyándose, en primer lugar, en las metodologías de la arqueología y de la historia del arte, para deducir las partes que deben reconstruirse; y, en segundo lugar, en los restos materiales a los cuales se les debe respetar, pues éstos son un medio de inducción para su reconstrucción.

Siguiendo esta idea, Merimée considera que la restauración es la conservación de lo que existe y la reconstrucción de lo que existió: “lo que se edificó es lo que hay que recuperar” (Capitel, 1988, p. 18). Aunque este inspector aclara que nunca deben inventarse soluciones, y que “…cuando los vestigios del estado antiguo se han perdido, lo más sabio es copiar los motivos análogos de un edificio de una misma época y región…” (Prado, 2010, p. 35).

Para esta vertiente, la restauración es: “una reconstrucción fundamentada sobre los trabajos de investigación, deducción, inducción y/o analogías”. Encaminado todo esto a completar el edificio, para lograr idealmente la recuperación de lo que en un momento estuvo edificado.

La segunda ola, de corte historicista, se gesta desde finales del siglo XIX y se identifica principalmente con los arquitectos italianos Luca Beltrami y Gaetano Moretti (Grassi, p. 19), para quienes, así como para sus seguidores –y esta es la diferencia con los primeros historicistas–, la restauración es la “reconstrucción parcial o total de la realidad histórica del monumento”; es decir, que se restaura la forma edilicia, justificando esta acción en lo que se denominan hechos documentados, verificables y objetivos (Rivera, 2008).

No importa que el inmueble haya desaparecido; si se cuenta con documentación de cualquier índole (que proporcione los datos y dé testimonio de cómo estuvo en el pasado), se tiene justificada su reconstrucción, actitud que fue muy utilizada al finalizar la Segunda Guerra Mundial, aunque un ejemplo anterior lo tenemos en el campanile de la Plaza de San Marcos.

Puede considerarse que Restauración es para esta corriente: “la recuperación del estado edilicio (reconstrucción) que la documentación, fuentes y datación histórica indican”. Lo importante a restaurar, para estas visiones historicistas, es la condición que en algún momento presentó el inmueble, que se presume como la auténtica, y que se puede recuperar.

Como reacción a las visiones historicistas, pero también en contra de la restauración científico-moderna, cuestionando de la primera su exclusivo afán por recuperar las formas edilicias (reconstrucciones), y de la segunda, el mantener objetos para museo, irrumpe un nuevo pensamiento (crítico), apoyado sobre argumentos estéticos, siendo sus principales representantes Cesare Brandi, Renato Bonelli, y Roberto Pane.

Estos personajes ponen en la mesa del debate la suerte que han experimentado, por un lado, los valores artísticos supeditados al proceso morfológico; es decir, el deterioro estético ocasionado por el devenir histórico, que dejan al objeto como un galimatías o incluso en estado de ruina; y, por otro, los valores tipológicos arquitectónicos sometidos al interés documentalista e histórico (Rivera, 2008).

Bajo esta novedosa consideración, R. Bonelli define a la restauración, como: “la conservación y reintegración del valor expresivo de la obra que le consolide como unidad figurativa”, y para ello hay que liberar su verdadera forma, cumpliendo dos principios: el de identificar el valor artístico del monumento, es decir, reconociendo en sus aspectos figurativos el grado de importancia, y el valor de la obra; y el de restituir y liberar el total de éstos elementos, que constituyen la imagen que es la que expresa la individualidad y espiritualidad de dicha obra (Rivera, 2008, p. 181).

Este autor considera como viables y necesarias, para los edificios históricos, acciones arquitectónicas proyectuales y compositivas, siempre y cuando redunden en su estética y en su funcionalidad, sin menoscabo de lo histórico.

En tanto que para Cesare Brandi, la “… restauración constituye el momento metodológico del reconocimiento de la obra de arte en su consistencia física y en su doble polaridad estético–histórica, con objeto de transmitirla al futuro.” (Brandi, 1990, p. 8). Esta definición responde a la clasificación que hace Brandi de la acción de restaurar en general, la cual divide en “restauración mecánica”, la aplicable para cualquier obra humana, y en “restauración”, la exclusiva del objeto artístico.

En esta corriente estética se parte de la consideración de que la pintura, la escultura y la arquitectura son arte, y que las obras pictóricas, escultóricas y arquitectónicas, por ende, son obras artísticas; y al quedar establecido que la prioridad de la restauración es devolver y conservar esa cualidad plástica, no se ve de qué otra manera, sino mediante un trabajo artístico, será como puede lograrse el cometido, lo que implica que la restauración sea en sí misma una obra de arte, pues sus seguidores conciben esta actividad como un proceso crítico y un acto creativo, propio de toda actividad artística, con la salvedad de que lo que en este caso se pretende es reestablecer su potencial unidad estética, sin falsificaciones históricas ni artísticas (Brandi, 1990).

Para los seguidores de esta corriente, el enfoque restaurador está puesto en lo figurativo de la materia física de la obra; Brandi lo deja claro al decir que su primer y fundamental axioma es el que dicta que “… sólo se restaura la materia de la obra de arte.” (Brandi, 1990, p. 8). Por lo que podría concluirse que restaurar, para los adeptos a esta corriente, es en términos generales: “la recuperación de la unidad potencial estética, latente en una materia histórica, mediante un acto artístico” (Brandi,1990).

No es la primera vez que se considera apoyarse en lo emotivo, espiritual o emocional como guía para definir a la restauración; desde antaño ha existido una postura, que, aunque tiene que ver con un lugar o edificación en específico, no se enfoca en lo tangible, sino en el significado, la sacralidad y/o en una cualidad místico–mágica. Postura que pretende recuperar ese atributo, el cual se ubica más allá de la materia física, y se relaciona mucho con las diferentes religiones, con sus prácticas y ritos, pero también con significados y conceptos colectivos de carácter histórico o tradicional (Rivera, 2008, p. 121).

En esta postura pasan a un segundo plano, sino es que desaparecen totalmente, la materia y la forma de lo arquitectónico edificado; lo relevante son los aspectos que están más allá de lo físico, eso que caracteriza a un lugar y que sólo la conciencia humana puede visualizar, lo que podríamos denominar como su “concepto”, su “esencia” o su “significado”.

Díaz–Berrio, citando a F. Choay, narra cómo los templos Shinto japoneses necesitan ser destruidos y reconstruidos periódicamente para su funcionamiento y purificación, esta purificación no sólo es del lugar sobre el que se edifican, sino también del material corruptible de su estructura; y al no tratar de engañar a nadie con esta acción, no se consideran copias o falsos históricos, sino auténticos (Díaz–Berrio, 2011, p. 40).

Esta práctica, aunque común, no tiene un bagaje formalmente estructurado; se hace poca referencia a ella y se comenta de manera tangencial sobre su aplicación y resultados, pero para este tipo de restauración, que podríamos llamar “Trascendental”11, Restaurar es: “mantener en la memoria colectiva todas las referencias significativas, mediante acciones necesarias que hagan patente esa trascendencia”, que al no tener y no considerar una materia física, dependen principalmente de conservar en la memoria colectiva ciertos signos con los que se mantiene la evocación de lo histórico, lo emocional, o lo místico.

La última postura claramente identificable, que se denominará “Utilitarista”, es aquella que se enfoca en aprovechar la utilidad arquitectónica que pueden brindar los “valores” detectados en el inmueble histórico.

José Villagrán García, al que podemos considerar como uno de los representantes de esta corriente, en este tenor considera que la actividad de restaurar los monumentos históricos es: “… el arte de salvaguardar la solidez y la forma–materia histórica del monumento mediante operaciones y agregados que evidencien su actualidad y su finalidad programal.” (Villagrán, 2007, p. 532); él observa que toda restauración se encamina a dar utilidad al inmueble por intervenir, y que al restaurador se le presenta el problema de cómo aprovechar lo histórico en un nuevo uso; para eso, inserta en su teoría arquitectónica de los “valores” y “programa”, el trabajo del arquitecto–restaurador.

Es así que, cuando define los límites de cada “validez” con respecto al trabajo de restauración, concluye que en cada una de las categorías de valor de su teoría (útil, factológico, estético, social), el inmueble histórico siempre presentará carencias o deficiencias, lo que conduce a que la materia histórica se complemente y se actualice (Villagrán, 2007).

Otro autor que se inserta dentro de la corriente de la utilidad arquitectónica como eje rector de la restauración, es Antón González-Capitel Martínez, para quien el campo de la restauración ha sido y es “…un campo en exceso ambiguo, oscuro y variable, sistemáticamente acosado por contradicciones…” (Capitel, 1988, p. 12), por lo que esta actividad sólo encontrará “su verdadera crítica y su más sintético rigor” en lo indicado en el campo de la arquitectura, en donde ocupa un lugar importante.

Este personaje define a la restauración como la: “… obligada transformación de la arquitectura existente…” (Capitel, 1988, p. 13), tomando en cuenta, para llegar a su definición, las carencias del inmueble histórico, su preponderancia como pie rector de la acción proyectual, los valores que ostenta –y que deben ser recuperados–, así como la imposibilidad de recuperarlo totalmente.

González-Capitel, al emplear términos como el de “transformación” o el de “metamorfosis”, está convencido de que no puede haber “Restauración”, pues toda intervención, supone, provoca el cambio total de un objeto en otro diferente; solamente resta integrar lo valioso del inmueble histórico a un nuevo edificio.

Ambas visiones, de corte utilitario, se fundan en dos ideas básicas, la primera es aquella que considera que “no todo puede, o incluso debe, conservarse”; la segunda opina que el inmueble histórico, o “monumento arquitectónico dañado”, como lo nombra Villagrán, “…es la más importante materia prima a transformar por la restauración…” esto debido por la “…obligada necesidad…” de aprovecharla para conformar una nueva obra arquitectónica (Villagrán, 2007, p. 534).

Con lo hasta aquí presentado sobre la idea de lo que debe entenderse por Restauración Arquitectónica, puede distinguirse que, de las diferentes concepciones que se tienen como producto de disímiles apreciaciones, algunas parecen complementarse, y otras son declaradamente discrepantes; lo que conduce, como dijera Popper, a dificultades, contradicciones y enredos en la disciplina.

Quedando con esto en muy cuestionable posición el “declarado interés por conservar la arquitectura heredada”, pues hasta la fecha no se ha preocupado por definir o acotar lo que debiera entenderse por Restauración Arquitectónica; lo que ha llevado a que se actúe bajo la errónea suposición de que para todo mundo la definición está clara y es la misma, y con ello sus valores, intereses y fines.

También puede observarse que todas las posturas consideran, como parte fundamental para la conservación, acciones para restaurar lo que es su “objeto de atención”12; pues éste requiere, por las condiciones que presenta, recuperar lo que se supone que se ha perdido, le hace falta o, en su caso, le sobra. Por lo que, en última instancia, todas tratan de que se restaure la representación abstracta y mental que se tiene de él -bajo lo que se consideran fundamentos sólidos-, dicho esto por el hecho de que se observa que todas las posturas trabajan guiadas por una noción preconcebida, aquella que les dice “qué es”, lo que quieren salvaguardar.

Y es precisamente, por la consideración de lo que se supone “que es” ese objeto de atención, por lo que se tienen cada vez más propuestas de lo que debe entenderse por Restauración Arquitectónica. Quedando claro que la definición de la disciplina dependerá, en gran medida, de lo que consista el objeto al que está enfocada. Por lo que se hace necesario revisar qué es este objeto para cada una de las posturas arriba citadas.

Las consideraciones del objeto de atención

Es inobjetable que toda intención por conservar implica necesariamente la existencia (de alguna manera) de un algo o un ente que se quiere mantener. Y ese algo o ese ente, requiere, para poder ser conservado adecuadamente, haber sido previamente determinado, es decir, que se tiene que saber qué es, ya que de la certeza que de esto se tenga resultará lo que se pretenderá conservar, como Sócrates lo indica en su sentencia arriba citada.

Esto, en relación con la pretensión por mantener la arquitectura histórica, presenta en la mayoría de los casos una condicionante; a saber, el hecho de que, por las circunstancias históricas y físicas en que se encuentra el inmueble, todas las diferentes posturas que se han pronunciado como partícipes de la conservación de este objeto, consideran que éste requiere ser intervenido, es decir que todas suponen que este algo está incompleto, carente, deteriorado, alterado, inservible o en riesgo de colapso.

En este tenor, y dado que toda restauración implica una cierta modificación, por medio de la cual se lleva al objeto a un estado diferente de como se le encuentra –modificación que se fundamenta en la certeza de que se está recuperando al legítimo objeto–, el cuestionamiento es: ¿Cómo sabemos qué es el objeto legítimo? ¿Qué es lo que lo define? ¿Hasta dónde ese objeto, aún con alteraciones, pérdidas y carencias, sigue siendo el que era? ¿Cuándo o por qué pasa a ser otro diferente, y cómo es posible conservarlo? ¿Qué cualidades debe tener ese objeto que, aun cuando se ha intervenido (lo que no necesariamente implica un retorno a un estado material anterior) se sigue considerando el mismo?; e incluso, ¿En dónde la materia física -como en el caso de los inmuebles históricos- puede no ser indispensable?

Por lo que se hace pertinente, como ya se había comentado, revisar la idea que del objeto tienen los teóricos convocados. Para esto se parte de la constante que todos muestran en sus disertaciones, es decir, el hecho de ubicar en el debate de la Restauración a su objeto de atención entre dos extremos, en donde en uno de ellos se tiende a considerar al objeto como un algo primordial y exclusivamente físico-material, entendiéndose que esa materia palpable es, en sí, el objeto; y en contraposición a esto, en el otro extremo, están los que se inclinan a identificarle como un algo inmaterial, para éstos el objeto puede ser: un ente, una idea, un concepto, un recuerdo, un estilo arquitectónico, o incluso un dogma de fe.

Iniciando con la corriente físico-material, en primer lugar, se presenta el pensamiento arqueológico, disciplina que, al también relacionarse con la arquitectura del pasado, ha manifestado que ésta sólo debe consolidarse y, en la medida de lo posible, no alterarse (Rivera, 2008), infiriendo con ello que su objeto se identifica con esa conjunción de materiales físicos que han llegado hasta el presente desde épocas remotas. Para la arqueología, su objeto de atención no es otra cosa que: “los restos materiales que queden de una pretérita edificación”13.

Por lo tanto, la materia, su disposición y su apariencia, es lo único a lo que se avocan para su quehacer, y recomiendan que esas condiciones deben quedarse para la posteridad, pues parte importante de este objeto es su imagen de antiguo, su aspecto de ruina que evoca a un pasado remoto, desconocido, misterioso, trágico y acaso místico. De este objeto se puede inferir cierto conocimiento del pasado, pero al final, este será expuesto para la apreciación, deleite, y en cierto grado, como una pieza didáctica, fuente de conocimiento para el público.

La siguiente postura dentro de esta corriente la encontramos en los pensamientos del inglés J. Ruskin, quien ve no sólo en el material compositivo a un objeto único e irrepetible, sino que además lo considera un ser con vida propia, un ente con alma que se debe conservar (Ruskin, 1956); esa específica unión y combinación de materiales es su objeto.

Al negar la posibilidad de restaurar a este objeto (“…pues es como si se pretendiera revivir a un muerto…” (Ruskin, 1956), y al sugerir que se debe tratar por todos los medios posibles de mantener cada parte y cada componente del inmueble, Ruskin considera que esa materia física, integrada, trabajada y moldeada por los artesanos, conjuntamente con el habitar constante de sus usuarios, cobra vida. Y ese es su objeto de atención y el motivo de su preocupación por conservar (Capitel, 1988, p. 29). Otro reclamo de Ruskin para la conservación de este ser es la no aceptación de modificaciones, pues para él, ese ser es la obra primigenia pura e inalterable (Ruskin, 1956). Para este teórico el objeto es: “esa materia labrada, conjuntada y habitada, con lo cual adquiere un alma propia e intransferible, que vive y muere con esa materia; cual ser vivo y en esa medida útil pero efímero”, y entonces hay que dejarlo morir con dignidad, seguros de que llegará el tiempo en el que desaparecerá totalmente (Ruskin, 1956).

La postura siguiente, que también considera a su objeto de atención como algo primordialmente material, está representada, en primer lugar, por la imagen de Camilo Boito y la llamada Escuela Moderna de Restauración. Para Boito, su objeto es el resultado de la suma de todas las aportaciones constructivas y las huellas de las vicisitudes plasmadas en el inmueble a lo largo de su historia: “…los monumentos son documentos de la historia de la humanidad y todas sus fases constructivas lo son de cada uno de los momentos de la existencia del mismo…” (Rivera, 2008, p. 160), aspecto muy defendido por este autor, al considerar que los añadidos tienen ya sea importancia artística, arqueológica o histórica, y que a pesar de que la parte más antigua pudiera considerarse como la más importante, la añadida puede tener una serie de detalles que la posicionen dentro de alguna de las importancias citadas.

Boito está convencido de que es válido y, aún más, necesario, completarle y restaurarle –esto último “no más de lo debido”– bajo la premisa de que el uso garantiza la conservación (Díaz– Berrio, 1985, p. 17); el objeto principalmente consiste, para él, en un ser “documento histórico”, es decir, que esa materia que conforma a la edificación, además de que nos puede relatar una serie de acontecimientos del pasado, puede seguir sumando narrativas.

Es muy evidente su expresa preocupación por ese objeto materia–documento, pues aun cuando ésta, la materia, ya no está integrada en unidad, es motivo de reconocimiento y apreciación, por lo que sugiere que debe pensarse en una exposición, junto al edificio, de los restos que queden y de las piezas que se le hayan sustituido (Díaz–Berrio, 1985, p. 17), algo así como hojas desprendidas de una antigua bitácora, que reposan junto a ella.

Por otro lado, bajo la tendencia científica de Giovannoni, aunque apegada –como la escuela moderna– a lo material, se consideran sobre el objeto de atención una serie de aspectos antes no tomados en cuenta para su conceptualización. La primera innovación, la da Giovannoni al calificar a los monumentos en vivos y muertos; siendo los primeros los pertenecientes a la cultura occidental, que mantienen funciones o que pueden ser utilizados arquitectónicamente. En lo referente a los muertos, estos son los restos y ruinas de antiguas edificaciones de culturas desaparecidas (Rivera, 2008, p. 168). A los vivos, además de un documento histórico (en el sentido de no proscribir las segundas historias), también los considera una obra del arte arquitectónico, que puede ser clasificada como mayor o menor, pero no por su tamaño, sino por la relevancia que represente como obra de arte o documento histórico (Díaz-Berrio, 1985).

Otra novedosa observación que aplicará para definir su objeto de atención es la amplitud del mismo, pues éste se entiende y se comprende –además de por las diferentes etapas constructivas que presenta– por el conjunto de edificaciones del contexto en el que se ubica, es decir, el objeto ya no es sólo una única obra y mucho menos una obra monumental, sino el conjunto integrado de edificaciones que conforman una trama urbana, conjunto que, según este autor, aporta el carácter y los signos de identidad (Díaz-Berrio, 1985).

En esta postura, también se observa claramente que lo material es el objeto, dado que como documento no se debe alterar lo ya escrito en él, y como obra de arte no se debe tergiversar su mensaje, en ambos casos sólo debe conservarse. Giovannoni ratifica esto cuando hace hincapié en que, como obra del arte arquitectónico, la mayor importancia y cuidado habrá de tenerse en los interiores, más que en las fachadas, pues éstos responden a una lógica, una higiene, un orden y un decoro (Díaz–Berrio, 1985, p. 22), esto es, la materia y su disposición, y en ello, lo estético y lo histórico. Por lo que se puede inferir que, para este autor, el objeto es: ese “documento–histórico-estético–arquitectónico”, donde lo arquitectónico es muy relevante.

Es de notar, que, tanto en la escuela Moderna como en la Científica, el objeto documento-histórico, siempre podrá sumar nuevas historias, su ser es dinámico, no estático.

Dentro de la tendencia a lo material, tal vez la de mayor influencia desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, es la corriente apegada al aspecto estético del objeto, lo que le caracteriza como una obra de arte, en donde los diferentes autores que se alinean en esta orientación, comparten la idea de que es la materia-física el medio de la expresión artística, y que esto no se limita –en lo arquitectónico– únicamente a los elementos decorativos, pues también se valoran los aspectos tipológicos de la obra como parte de la propuesta estética.

Para Renato Bonelli, la obra de arte será aquella en donde se ha reconocido, en sus aspectos figurativos, la importancia y valor de su imagen, que es lo que le da la individualidad y espiritualidad al objeto (Rivera, 2008). Para este autor, como para los integrantes de esta postura (critico-estética), lo visual, la fisonomía, la figura y la plasticidad de la materia es lo que se posiciona en primer plano para la identificación de su objeto.

Por su parte, Cesare Brandi (1990) declara abiertamente que su objeto es una obra de arte, pieza que previamente requirió el reconocimiento como tal en la conciencia colectiva y que, al ser una obra humana, en ella se tensan dialécticamente lo estético y lo histórico.

En ambos autores, queda claro que esa obra de arte se identifica con cierto material específico, aquel en donde se revela lo simbólico de la estética. Aunque, siguiendo el discurso de Brandi, habrá que entender que la materia se divide en dos tipos, según la función que desempeñen; la primera es aquella que sirve de soporte y su trabajo es exclusivamente estructural, y que puede ser, dado el caso, sustituida; la segunda es aquella materia mediante y en donde se da la epifanía de lo artístico, es decir, en la que se concreta lo expresivo y figurativo de lo estético (Brandi, 1995).

El objeto como obra de arte, para estos personajes, también es un ser único e irrepetible, que tuvo su revelación mediante una materia exclusiva e irreemplazable, la cual a la vista del espectador le provocará vivencias emotivas; y esa materia especial con ese halo estético que le rodea, es en sí su objeto, quedando patente que sin esa materia no podría darse la existencia, ni la experiencia artística; es decir que “…la obra de arte se define en la materia o materias de que consta…” (Brandi, 1995, p. 47).

Podemos observar que todas las posturas hasta aquí citadas, aun cuando su preocupación es la materia constitutiva, consideran que este objeto es portador de un algo suprasensible que es intrínseco a esa materia componente, y que no puede identificarse ni en otra ni fuera de ella.

Ahora repasemos a los que proyectan al objeto hacia el extremo de lo inmaterial, citando en primer lugar a los inspectores franceses de principios del siglo XIX (L. Vitet, P. Merimée), quienes consideraron al objeto como una obra producto del arte arquitectónico, no como un documento histórico, ni como una expresión plástica, sino como una obra que responde a principios y reglas, obra arquitectónica guiada por las enseñanzas de la tradición clásica, que entre otras cosas establece que: “… en la arquitectura, la unidad es la primera condición de una buena obra” (Rivera, 2008, p. 137).

Respetuosos de esa regla, identifican al monumento como un objeto “autentico”, bajo el entendido de que la autenticidad es: la suma de la técnica constructiva con el lenguaje arquitectónico (“estilo”) empleado en su edificación, en donde para su restauración “…la materia no era esencial salvo que se atuviera a esto” (Rivera, 2008, p. 136); la materia es sólo la base, algo que hay que completar para regresar a la obra arquitectónica a un estado que se supone original.

Y en ese sentido, al tratar sobre la permanencia del inmueble, no lo relacionan con la importancia que pudieran haber adquirido los materiales, sino con la autenticidad de sus formas, proporciones y estructura, es decir con su estilo y tipología (configuración que un día existió), y que, para conservarlo, incluso, podría actuarse en detrimento de la materia componente.

El objeto de atención se encuentra y se vislumbra en la materialización edilicia del arte arquitectónico que, aunque incompleta o deteriorada, mantiene cierta consistencia que hace posible su comprensión y recuperación. Es decir que el objeto es: “la idea, el concepto, el pensamiento formal de un estilo que se materializó y que existió en algún momento de la historia, con una composición y fisonomía específica”, lo cual puede y debe ser restaurado, reconstruyéndolo como estuvo en aquel momento específico e ideal.

De alguna manera, influenciado por esta postura hace su aparición Viollet le Duc, para quien su objeto de atención, es, primordialmente, la “Forma” que somete a la materia, pues esta debe satisfacer las características de ser una edificación “…de otras épocas, arquitectura, arte, monumento antiguo…”, “…edificios glorias del país…” (Chanfón, 1988, p. 57), y debe de haber demostrado ser una arquitectura, es decir, una obra juiciosamente pensada y calculada, en donde no hay nada que sobre o que sea inútil, como un delicado organismo, que responde y corresponde a unos principios rectores (Chanfón, 1988, p. 78); y que también debe –y esto si es fundamental– encontrarse en determinadas condiciones físicas que propicien su entendimiento y restauración; su objeto no deja de ser y depender del pensamiento arquitectónico, en específico del que le conformó originariamente.

Este pensamiento arquitectónico, en que para él es el lugar en donde se da el logro de poner en una obra sólo las fuerzas mecánicas necesarias, le concede al estilo la cualidad de exacto y de único, y con ello se le da a la obra la legitimidad técnica, que parece unir verdad, bondad y belleza (Capitel, 1988, p. 19), un arte completo, producto de unas leyes y una razón, de unos principios –lo que le permite ser de todas las épocas y poder satisfacer todas las necesidades– (Chanfón, 1988, p. 76). Por lo que su restauración tenderá, mediante los lineamientos de su estilo (pensamiento formal), a lograr dicho objetivo, aún a costa de la materia y morfología que presente la obra.

Bajo estas consideraciones, se entiende que para Viollet le Duc, el objeto propio de la restauración arquitectónica es: “el pensamiento arquitectónico formal (estilo para unos, teoría para otros), que se manifiesta en los restos materiales de una obra del pasado”, por eso, dichos restos pueden ser llevados a un estado tan perfecto como nunca pudieron haber estado.

Pasemos ahora, siguiendo la línea de lo ideal, a la postura denominada como utilitarista, cuyo interés se guía por la reutilización de algunas partes del inmueble a las que les consideran como portadoras de valores.

Para los seguidores de esta tendencia, su objeto de atención es únicamente el “valor revelado”; no defienden, ni les interesa en absoluto el total de los restos materiales de los inmuebles, ni tampoco la idea arquitectónica que estuvo detrás de su edificación, ni son determinantes las segundas historias arquitectónicas del objeto. Lo único que les guía es el interés por utilizar los componentes arquitectónicos de un inmueble que consideran valiosos para integrarlos a sus nuevos diseños.

La justificante de esta postura es el difícilmente cuestionable discurso que pretende preservar los valores del objeto. Pero dado que la conceptualización del término  “valor14”, en la axiología se debate desde siempre entre la objetividad y la subjetividad, esto propicia que, al no existir una plena certeza al respecto, se preste para la interpretación de cada generación o personaje, y al amparo de ésta relatividad existente, la valoración de los inmuebles y sus elementos, en muchos casos arbitrariamente, se ubica o en las fachadas, o en la conservación de la primera crujía, pero en casos extremos se reduce a los elementos decorativos.

Para los seguidores de esta postura, el objeto de atención es: “una serie de valores -útil, factológico, estéticos y sociales” (Villagrán, 2007); e históricos y arquitectónicos (Capitel, 2009), inherentes en algunas partes del inmueble”, en una materia que debe liberarse, consolidarse, completarse, aprovecharse, modificarse e integrarse a una nueva obra.

Hasta aquí, todavía las posturas formalistas parten en primera instancia –aún en grado mínimo– de los restos físico-materiales, para identificar y ubicar a su objeto, aun cuando no haya inconveniente en modificarlo. Pero para la siguiente postura, la presencia de lo material es irrelevante, y en muy poco, o incluso en nada, dependerá de los restos existentes para la determinación de su objeto. Actitud identificada con el enfoque historicista, encabezado por Luca Beltrami, en donde lo determinante para la identificación de su objeto de atención, es el poder contar con los documentos que prueben que existió en algún momento tal o cual edificación; y que, además, estas fuentes aporten los datos suficientes sobre la configuración del inmueble, por lo que los restos materiales pasan a un segundo plano, e incluso no es importante su presencia.

Y es así que bien se puede completar o incluso rehacer desde un edificio hasta una trama urbana, lo material existente no es en modo alguno referente; lo que realmente interesa es la futura materialización de la información proporcionada por la documentación. En ese sentido, al identificar al objeto con la documentación, éste pasa a ser esa suma de documentos testimoniales.

Sólo hace falta tener los datos registrados en algún expediente, archivo, foto, plano, literatura o fuente, para tener al objeto, pues como ya se dijo, eso es el objeto.

En resumen, el objeto es: un “documento–fuente, que auto atestigua su existencia material en el pasado”, y eso es suficiente para su recreación, considerando a la materia efímera, ya que esta puede volver a desaparecer, pero el objeto no, pues es un documento y como tal puede volver a materializarse (Escudero, 2019), siempre y cuando los documentos no desaparezcan.

Algo similar pasa con cierta arquitectura japonesa; pensemos en los templos Shinto, que periódicamente son reconstruidos, pero en este caso, desde su concepción se determina que así va a ser; sus principios arquitectónicos establecen y aceptan la destrucción y reconstrucción periódica, por lo que este objeto es: “un pensamiento-arquitectónico reconstruible-periódicamente”.

Y aunque en ambas consideraciones puede ser aceptado rehacer al objeto las veces que sean necesarias, la diferencia radica en que en la primera se justifica esta acción al tratarse de un objeto fuente–documento; es decir, una obra construida en algún momento que, al quedar como testimonio documental de su existencia, pasa a ser ese testimonio, a diferencia del templo japonés, donde su posibilidad de reconstrucción depende exclusivamente de la postura arquitectónica que le objetiva; es decir, el templo no es la materia, es esa teoría arquitectónica que edifica una tipología, y a la cual establece la característica de tener que ser reconstruida periódicamente.

Como última postura, citamos aquella orientación donde queda borrada totalmente la materia física en la identificación del objeto de atención, e incluso ya ni siquiera se trata forzosamente de algo urbano-arquitectónico, aunque se menciona por el hecho de que algunos de los más recientes discursos lo están invocando para ampliar el concepto de patrimonio, y que de alguna manera se identifica como parte del ámbito de la Restauración Urbano–Arquitectónica, al relacionarse con ciertos lugares geográficos.

Se trata de pensamientos que no consideran en nada a lo material para la delimitación de su objeto; algunos autores como Rivera Blanco al amparo de estos pensamientos, identifican a dicho objeto con los lugares de la memoria, que son: “espacios, construcciones y/o sitios en los que han vivido personajes históricos, o en donde han ocurrido eventos trascendentales” (Rivera, 2008, p. 15), provocando que la frontera del objeto que se pretende conservar dé un salto a lo intangible, a lo inmaterial, al recuerdo, o a lo espiritual, comentándose que “…un nuevo patrimonio emerge con fuerza… que incluye el folclore, las ideas, e incluso los espacios sin restos físicos…” (Rivera, 2008, p. 19).

Esta visión trascendentalita puede considerarse como el extremo contrario a la materialista, dado que define su objeto de atención sin ser necesaria una materia física específica para identificarlo, pues es el recuerdo, la historia, la tradición, o la evocación místico–mágica, lo que provoca sentirle espiritualmente, y es entonces que el objeto deja de depender de lo construido, y pasa a ser únicamente etéreo; aunque en la mayoría de los casos, pero no en la totalidad, es ubicable geográficamente.

En la Carta de Cracovia podemos identificar la amplitud que se le está considerando a este nuevo objeto, cuando menciona que: “no necesariamente debe de ser material”; o cuando indica que no sólo los monumentos tradicionales sino también “…los objetos de la ciencia, los bienes inmateriales y espirituales no tangibles, el jardín con el paisaje y el territorio, el espíritu y los lugares de la memoria y el recuerdo, son motivo y preocupación de la conservación” (Cracovia, 2000).

Con lo hasta aquí dicho, queda claro que al objeto de atención de la Restauración Arquitectónica se le puede determinar desde muy diferentes aristas, y que cada una pretenderá restaurar y conservar lo que considera que es ese objeto. En este trabajo se presenta, para su delimitación, solamente la relación de la materia-forma con el objeto, que es identificable en el discurso de los teóricos consultados.

Conclusiones

Como pudo observarse en el análisis de las dos categorías tratadas15, en el campo de la Restauración Arquitectónica16 se dan enredos, contradicciones y ambigüedades entre las teorías prevalecientes, condición propicia, según Popper, para la generación de problemas y decepciones entre los resultados y las expectativas. Esto en gran medida es el resultado, como dijera Sócrates, de no saber o no existir un conocimiento claro de lo que son esas dos categorías, como principio y fundamento necesario para la adecuada realización de cualquier trabajo; y, sin embargo, en vez de hacerse intentos enfocados a este objetivo, las propuestas cada vez son más amplias, novedosas y menos precisas.

Por lo que, como parte de las conclusiones se presentan las siguientes ideas y reflexiones:

En lo general, es claro que, en toda intención por conservar un ente, independientemente de la idea que se tenga sobre lo que es y sobre lo que se pretenda al mantenerlo, forzosamente debe partirse de una referencia, es decir de una materia (física o inmaterial), la cual evoca en la conciencia una “forma” y con ello la intención de preservarle. Pero en este sentido, la materia evocante, requiere presentar las condiciones mínimas suficientes, ya sean físicas, simbólicas, ideológicas, históricas, arquitectónicas o de cualquier otra índole, que permitan detectar claramente en esa materia a ese ente. Con esto queda claro que, para la Conservación de la arquitectura histórica, la relación entre materia y forma representa un debate permanente.

Pero, además, también se ha mostrado que, todas y cada una de las posturas presentadas, está inmersa en una relación circular, en la cual se da una codependencia entre lo que se considera que es este objeto a preservar, la finalidad que se pretende al conservarlo, y la necesidad e idea de restaurarlo. Por lo que, en la medida en que varíe alguno de estos componentes, los restantes se verán modificados.

Ahora bien, cada elemento de esta trilogía depende de diferentes ámbitos del conocimiento. Es así que la consideración de lo que es el objeto de atención (arquitectura histórica), se debe definir en un debate ontológico, para saber entre otras cosas: qué es la arquitectura histórica; cuándo o en qué momento una obra arquitectónica pasa a ser histórica; cuál es la amplitud y cuáles los límites del concepto de arquitectura, y bajo qué condiciones deja de ser lo que es y se transforma en otra cosa; esto, entre otras interrogantes de su ser. Es evidente que esta reflexión es una de las más necesarias, pues en vez de construirse teóricamente al objeto, cada vez se le suman más aspectos, haciéndolo más ambiguo.

En lo tocante a la finalidad por conservarlo, la reflexión debe darse en el terreno de los valores, atendiendo a la jerarquía y a las escalas de estos, ya que en este aspecto las primeras consideraciones se enfocaron principalmente en los históricos y estéticos (Rielg,1987), pero con el tiempo se han ido sumando los arquitectónicos, económicos, culturales, políticos, y hasta los de la moda en turno, provocando que al tenor de cualquiera de estos valores se permita la intervención y sometimiento del inmueble a la lógica de éste.

Con respecto a la Restauración Arquitectónica, debido a los diferentes puntos de vista y aristas desde donde se le ha considerado al objeto de atención, se presentan tres alternativas como probables resultados pretendidos por la acción restauradora; a saber: la primera alternativa procura dejar al inmueble como lo “que es”, es decir, mantenerlo como se le encuentra; la pretensión en la segunda alternativa se enfoca en “lo que debiera ser”, en esta predomina la idea de corregir al objeto y llevarlo a un estado ideal; y en la tercera se persigue “lo que fue”, la forma edilicia, considerada autentica, que en algún momento del pasado presentó el objeto, por lo general su primer historia.

Pero, para concluir, podría sugerirse que la Restauración Arquitectónica debiera ser “el restablecimiento potencial del objeto arquitectónico (tangible o intangible) que presente las condiciones mínimas necesarias para ser restaurado”. Y en ese tenor, esta actividad depende principalmente del objeto, el cual presenta las siguientes categorías para su entendimiento: la del “lugar” de su emplazamiento; la de la “materia” que le constituye; la de la “forma” que le define; y la de la trayectoria histórica (“periplo”) que le hace retornar a su consistencia. Aspectos que deberán analizarse para definir su potencialidad para ser entendido, restaurado y conservado.

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Notas:

1 Entendiendo como arquitectura: “toda aquella expresión de una idea tridimensional, la cual puede o no tener carácter formal, pero siempre fundada en una intensión de habitabilidad y que, además, puede o no estar materializada”.

2 El análisis tan necesario sobre los diferentes valores e intereses que confluyen y se confrontan en la restauración arquitectónica será motivo de un trabajo posterior; en el presente sólo se hace patente la existencia de esta situación y el conflicto al que conduce.

3 “Dictionnaire raisonné de l’architectura francaise du XIe au XVIe siécle”

4 La arqueología promueve la consolidación como acción única e ideal, y denomina a esta acción restauración arqueológica, como lo indica Rivera Blanco en su libro “De varia restauratione”, 2008: 68

5 Para Viollet, el estilo en arquitectura es como la sangre en el ser humano.

6 Entendido este término como lo consideraba el pensamiento filosófico griego, a saber: la conformación mental de lineamientos apegados a razón y lógica, es decir, un pensamiento o idea, que dicta las pautas que se deben cumplir en la elaboración y orden de las cosas, como lo expresa K. C. Guthrie William en su libro LOS FILÓSOFOS GRIEGOS (1982), que en el caso de la arquitectura es su teoría.

7 Entendida como la disciplina consolidada en el siglo XIX, y que en el DRAE se define como: Del gr. ἀρχαιολογία archaiología ‘leyenda o historia antigua’. Ciencia que estudia las artes, los monumentos y los objetos de la antigüedad. A las antiguas culturas a través de sus manifestaciones materiales.

8 Entendido el término “consolidación”, en la forma como se emplea en la restauración arquitectónica, según Ramón Bonfil Castro en su libro APUNTES SOBRE RESTAURACIÓN DE MONUMENTOS.

9 1. Diferencia de estilo entre lo nuevo y lo viejo; 2. Diferencia de los materiales utilizados en la obra; 3. Supresión de elementos ornamentales en la parte restaurada; 4. Exposición de los restos o piezas sustituidas; 5. Incisión de signo a elementos nuevos; 6. Colocación de epígrafe descriptivo del edificio; 7. Exposición y publicación de planos, documentos y fotografías; 8. Notoriedad entre lo nuevo y lo antiguo.

10 Lo que se ha dado en llamar desde finales del XIX, falso histórico.

11 Pues está más allá de cualquier objeto específico o materia física.

12 Denominado también como: “arquitectura histórica”, “memoria construida”, “patrimonio cultural”, “monumento”, “monumento histórico”, y algunas otras variantes o combinaciones que se usan como sinónimos.

13 Esto es evidente, ya que el objeto de estudio de la arqueología son las sociedades del pasado, empleando para sus fines los vestigios y restos que estas comunidades han dejado.

14 Debate en extremo complejo, pues de su origen económico ha emigrado a todos los ámbitos del quehacer humano, y su aclaración sigue en proceso.

15 Aunque es evidente que también hace falta analizar, como fundamentales, las categorías de Fines y Valores, quedando pendientes para un posterior trabajo.

16 Como la disciplina encargada de la salvaguarda de la arquitectura histórica.

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