Hermeneutics of cultural identity and architecture
Arturo Mota Rodríguez
Doctor en Filosofía. Profesor investigador en el área de filosofía de la cultura, ética e história de las ideas para la Universidad Anáhuac, México. Email: arturo.mota@anahuac.mx
Recibido: 12 de julio de 2016
Aceptado: 13 de octubre de 2016
Disponible en línea: 01 de enero de 2017
CC BY-NC-ND
Resumen
En este trabajo se analizan las condiciones por las que puede establecerse una perspectiva hermenéutica en la comprensión de la identidad cultural, en su relación con la arquitectura. Tal análisis se realiza en cuatro partes, a saber: primeramente se plantea el problema de la relación entre identidad y cultura; en la segunda y tercera partes, se incluye la hermenéutica como guía de la reflexión de la identidad cultural, que sin ser unívoca, y sin perderse tampoco en la fragmentación de la diversidad equívoca, conserva una vinculación moderada, guiada por la reflexión que posibilita la Hermenéutica Analógica de Mauricio Beuchot; finalmente se argumenta a favor de un pensamiento que justifique la importancia de la hermenéutica de la identidad cultural simbólica para la configuración de la arquitectura como disciplina (lo que contribuye a la expresión de la identidad de una cultura y del sentido de patrimonio para un pueblo o comunidad).
Palabras clave: Hermenéutica, identidad cultural, arquitectura
Abstract
In this work are crawled the conditions by which a hermeneutical perspective in understanding cultural identity in relation to the architecture, in four parts: first, expose the problem of the relationship between identity and culture; in the second and third parts, includes hermeneutics as guide the reflection of cultural identity, which, without being univocal, and without losing either in the fragmentation of the equivocal diversity, preserves a relationship moderate, guided by the reflection that enables analogical hermeneutic of Mauricio Beuchot; Finally, it is argued in favor of thinking that justifies the importance of the hermeneutic of symbolic cultural identity for the configuration of architecture as a discipline that contributes to the expression of the identity of a culture and the sense of heritage for a community.
Keywords: Hermeneutics, cultural identity, architecture.
Introducción
Contemporáneamente la cultura ha sido pensada como un medio para interpretar la realidad humana en toda su complejidad, una complejidad de relaciones con un significado. Hablamos de las relaciones de los hombres entre sí, pero también del hombre con el mundo que le rodea. Un mundo abierto a las diferencias. Sin embargo, hay un impulso en el hombre de intentar dar orden, sentido, de vincular un aspecto reflexivo que exprese los significados de la cultura y de la identidad, y que busque relacionarlos con un hecho, con las cosas, para darle estabilidad y una cierta atemporalidad. Como dice Tracy (1991): “El poder de una imaginación analógica como imaginación fue honrada por Aristóteles en su famoso dictum: “grabar lo semejante en lo desemejante es la marca del genio poético” (p. 410). Tracy propone una imaginación creativa, en la que puede existir una guía en su manera de dotar de significado a las cosas, un analogado principal, el hombre y su identidad, para comprender el mundo, para entender el sentido de la realidad transformada. Es un camino de acercamiento al símbolo, a lo simbólico del hombre, a su identidad, pasarlo por la reflexión y reconfigurar el mundo en una realidad simbólica también, que sea capaz de expresar lo humano que hay en el mundo. Es decir, es un camino que recupera la tradición y la historia como resistencia al reduccionismo de la homogeneización, es decir, como resistencia a asumir que hay una sola manera de realizarse como seres humanos. Consideramos que hacer una reflexión sobre la historia y la tradición nos ayudará a darnos cuenta de que la realización del hombre nos muestra su riqueza en la diversidad de formas culturales por las que el ser humano puede realizarse. Así, la relación entre el hombre y el mundo, mediada por la hermenéutica, pone a la identidad como elemento vinculante, y al hacerlo propone a la arquitectura incluir explícitamente la identidad cultural como elemento central del ejercicio de su elevada vocación humanista.
Método
En este trabajo hemos seguido las líneas generales de la hermenéutica analógica del Dr. Mauricio Beuchot Puente, según las cuales es necesario hacer un análisis hermenéutico siguiendo los elementos de la pragmática lingüística, incorporando la analogía, tanto de atribución como de proporcionalidad, para advertir la originalidad de una nueva interpretación; en este caso, de ámbitos culturales. Teniendo como base la propuesta del Dr Beuchot, también consideramos seguir las orientaciones de la semiótica, más de corte analítico, para abordar la significación en la arquitectura.
La identidad como problema para la cultura
Una de las cuestiones que ha tenido gran relevancia en la reflexión filosófica contemporánea, es la que se desenvuelve en torno a la identidad cultural. La conformación de la identidad se establece, por supuesto, asumiendo que cada uno es un individuo, pero también tomando en cuenta la relación con los demás hombres, con la colectividad, con la cultura. La llamada “occidentalización”, la convergencia cultural, y aún más, la “globalización”, son procesos que pueden amenazar profundamente la constitución de una identidad auténtica. Y esto se debe principalmente a que los parámetros que constituyen el horizonte de sentido en el modo en que actuamos los seres humanos, son determinados en buena medida por la sociedad, por la cultura en que desenvolvemos nuestra vida.
El aumento en las expectativas del mejoramiento de las condiciones materiales que posibilitan la mejor sobrevivencia humana, y el progreso en la construcción de los instrumentos que hacen más eficiente y eficaz la satisfacción de tales necesidades, desarrollados por Occidente a partir del fenómeno histórico de la Revolución Industrial, ha provocado el proceso de una creencia donde el modo de la cultura occidental es el entorno social que posibilita las mejores condiciones, y, con ello, una tendencia a una homogeneización cultural. Es decir, la creencia de que una cultura, la occidental, es la única y válida para el ser humano.
En torno a la identidad cultural de un pueblo, amenazada por los fenómenos antes mencionados, salen al paso algunas consecuencias, cuya consideración es de la mayor importancia. En algunos casos, hemos visto cómo algunos pueblos rechazan formas culturales ajenas, que perciben como riesgo, creando una actitud de “cerrazón” y aislamiento; en otras comunidades vemos cómo la identidad se fragmenta ante la adopción gratuita del conjunto de valores, perspectivas y determinaciones prácticas de una cultura, como la occidental. Es el caso de muchas comunidades indígenas en México. En estas comunidades, la identidad cultural sufre una pérdida, porque se fragmenta y se extirpa poco a poco su singularidad: lo propio se hace cada vez más ajeno, y lo que era ajeno se hace cada vez más propio. Por otra parte, se aproxima un nuevo horizonte, que bien puede llamarse interculturalidad, en cuya realización pueden implicarse tanto la apropiación y enriquecimiento de una cultura por otra, como un cierto desarraigo y hasta pérdida; pero sin disolverse; más aún, la interculturalidad provocaría un acto creativo de fenómenos de cultura, permaneciendo, sin embargo, una resistencia a la recepción absoluta.
La occidentalización ha sido entendida como un proceso de modernización, también como un proceso de civilización y racionalización, una manera única y válida de ser por parte de los seres humanos, la de occidente, establecida con la modernidad, por la tendencia cultural a privilegiar el desarrollo de la técnica y la tecnología como medios únicos de desarrollo y satisfacción de las necesidades vitales, de construcción de una civilización (Modernización), que se justifica por un modo de la razón humana, aquella que opera por medio de la lógica, una lógica matemática que ordena todo a la perfección (Racionalización).
Racionalización, modernización y civilización serían, pues, nociones emparentadas naturalmente desde entonces, y que han generado una gama muy importante de instrumentos educativos, sociales, técnicos, etc., transformadores del mundo y de la conciencia de hombre y de su entorno. En lo educativo, por ejemplo, el proceso de alfabetización puede ser considerado como un proceso civilizatorio y de expresión de modernidad, pero puede también ser un proceso de racionalización exagerado, en el que una persona conduce sus esfuerzos de realización. Así, la alfabetización ha sido tomada como una referencia de diferenciación e incluso de discriminación, y hasta de dominación. Como consecuencia, el analfabeto ha aparecido incluso como un irracional, un incivilizado, un anacrónico, alguien fuera de tiempo. La estratificación social devino también en una profesionalización de la vida humana, de tal suerte que el profesionista se convirtió en el hombre civilizado y moderno, “educado” para desempeñar funciones sociales con un grado de racionalidad congruente con las exigencias de una cultura sofisticada. Como sea, la cultura se ha convertido en expresión de una identidad, y la expresiones culturales son los símbolos en que se refleja tal identidad constituida histórica y espacialmente.
Esta pretensión de la modernidad de generar valores universales y absolutos de la individualidad, del sujeto, intenta desbordar y aprisionar a la generalidad de los hombres bajo el mismo esquema globalizador, entendiendo que sólo con el reconocimiento de pertenencia a un grupo cultural se determina aquel horizonte de oportunidades para el desenvolvimiento de la propia personalidad. La formación de la conciencia de la identidad, sustentada en el reconocimiento, provoca el encarecimiento de formas culturales amplias y diversas, buscando el mejoramiento de la vida a través de aquella cultura que, en su horizonte de valor, construye y constituye los medios eficientes para la consecución de la “buena vida”. Ello genera, a su vez, la aceptación de tales formas “universales” para conseguir un estado de bienestar deseado, perdiendo, con ello, el sentido de una identidad auténtica, llegando incluso a la enajenación, a la aceptación de una identidad diferente como propia.
Por otra parte, la identidad puede enriquecerse sin enajenarse totalmente bajo la aceptación de nuevos esquemas culturales. El ser humano se resiste a tal asimilación atendiendo a las condiciones culturales, a su contexto específico, su familia, su religión, sus tradiciones. La identidad cultural resulta ser, en este caso, una mera proyección de los anhelos de conservación de lo más propio. Él mismo acepta su diversidad, pero perdiéndose un poco en ella, abriendo su identidad a nuevas formas culturales que lo enriquezcan. Se postula un sujeto, una identidad, por decirlo así, débil, con una identidad y una cultura un tanto débiles, sin más dirección y horizonte de realización que las circunstancias sociales que lo rodean, y se adapta a ellas. Por eso, la identidad cultural se desvanece un tanto en la sola semejanza de acciones, en la coincidencia (pero sin sentido serio) de colectividad, dejando de ser, por ello, verdadera cultura, pues se transforma totalmente.
Ahora bien, puede considerarse otra alternativa en efecto, una posibilidad de asumir una recuperación y revaloración de las directrices de conducta desde una apertura del y hacia el otro; una vinculación de participación compartida que implica un nuevo marco de comprensión y, por ello, una nueva racionalidad. Sugiere una apertura entendida desde la persona, no como individuo solitario y que se basta a sí mismo, sino como un individuo que tiene una conciencia de la identidad propia en medio de una colectividad, dada sólo en un contexto cultural, en una historia y tradición, pero abierta a la innovación propia de la época que se vive. Tiene, por tanto, una identidad que no exige cerrarse sobre sí misma y su historia como núcleo único de sentido; pero tampoco pretende perderse en la aceptación, incluso irracional, de otras directrices o formas culturales, de una creatividad exagerada que pierde sentido de tradición y de patrimonio propio. Se trata de una identidad abierta y relacional, una identidad simbólico-icónica que reconoce a los otros como camino de construcción, que se relaciona con los demás, en diálogo con el mundo y con la historia, asumiendo su carácter analógico, proporcional. En efecto, una identidad simbólica y analógica puede englobar la identidad personal y colectiva, la tradición y la creatividad, pues permite la vinculación de la tradición colectiva con la innovación renovadora del sujeto individual, aunque proporcionalmente, mediando entre el solo sujeto y la mera colectividad, atendiendo a la predominante diversidad de la identidad individual, pero sujetándola a la unidad de una identidad cultural (tomando ésta sentido por aquélla).
Hermenéutica, cultura e identidad
Las dinámicas culturales de conformación de identidad son susceptibles de un análisis filosófico apoyado en la hermenéutica, pues la vida del hombre se realiza en un contexto que implica el diálogo con los demás (la identidad se realiza y enriquece en vinculación con el grupo cultural, con el otro, pero proporcionadamente). Esto es más claro cuando se advierte el hecho de que la identidad está en relación con una hermenéutica del sí mismo, con una interpretación de sí mismo, una hermenéutica del obrar mismo, que es analógico, según apunta P. Ricoeur. Es una autointerpretación del sentido del hombre, el cual se interpreta en función de estructuras de sentido; estructuras simbólicas que abren la interpretación desde sí mismo a los otros, tomándolos como nosotros, o asumiéndose a sí mismo como otro. Así, la identidad individual nos abre a otros sujetos y culturas, a una identidad cultural, pero simbólica, en tanto que la identidad también es analógica, pues nos hace ver que yo soy un “sí mismo” como otro, y que el otro es también un “sí mismo”; es decir, que somos semejantes y que entre semejantes nos desenvolvemos. En adición, somos semejantes en cierto sentido, pero diferentes en otros aspectos, lo que no impide que seamos capaces de relacionarnos, de llegar a acuerdos, de reflejarnos y de sentir que nos identificamos unos con otros en ciertos aspectos.
La importancia de tal consideración radica en que, partiendo de que actuamos en un contexto social, la hermenéutica explica la relación de un individuo con el grupo, con la cultura, abriendo el diálogo, el crecimiento y el enriquecimiento de la identidad, evitando, por un lado, que el individuo se cierre totalmente sobre sí mismo y, por otra parte, la fragmentación de la identidad cultural, de un individuo que no tenga identidad propia ni convicciones, que se mueva como un tronco sobre el agua, siguiendo la corriente nada más. Una consideración intermedia ayudaría a pensar a un individuo que mientras se desenvuelve en muchos modos, permanece él mismo como parte de una identidad mayor, pero integradora de las individualidades.
Lo anterior nos llevaría a considerar una hermenéutica centrada en la analogía, que ayude a plantear el curso de la constitución de una identidad cultural que, sin perder la diversidad de los deseos e intenciones individuales, se abra a un diálogo que permita la relación cultural, interculturalidad o multiculturalismo, desde el pluralismo. Una hermenéutica analógica que, sustentada en la iconicidad de la identidad proporcional con la alteridad, con los otros, relacione lo individual de los hombres en lo universal de la cultura, la identidad en el contexto cultural, buscando una igualdad o semejanza proporcional con predominio de la diferencia, propiciando el diálogo creativo, el diálogo intercultural (porque sólo se puede dialogar desde la diferencia encontrando las semejanzas). Si no se acepta la diferencia, no hay diálogo; si acepto todo lo que otro dice, no hay diálogo, hay monólogo; si sólo rechazo lo que el otro dice, tampoco hay diálogo; sólo hay diálogo cuando acepto unas cosas y rechazo otras, acepto lo común y rechazo lo que me distingue. El diálogo implica, pues, advertir elementos comunes y semejantes en medio de las diferencias advertidas.
En este contexto, la hermenéutica analógica permitiría determinar la iconicidad y lo simbólico de la identidad cultural como un punto común de encuentro en la pluralidad y diversidad cultural, atendiendo a la mediación de una racionalidad que asume al hombre como sujeto analógico, siempre diverso, pero dentro de ciertos límites.
Construcción de una perspectiva analógica de la identidad cultural
Es justamente en este punto que se abre la perspectiva de la cultura a partir de una hermenéutica del hombre y del mundo. Así, queda abierta la cuestión fundamental del hombre como elemento principal de la construcción de la teoría ética y cultural, pues de la consideración que se tenga del hombre depende el establecimiento de aquellos criterios o pautas de valoración del mismo actuar, no rígidas y absolutas, sino, más bien, simbólicas y referenciales. De este modo, el hombre se constituye en objeto de análisis y de interpretación, porque el actuar humano es, de suyo, diverso, y el hombre, cambiante, pero no absolutamente diverso y perdidizo (Trías, 2000: 38-41).
Esto es más claro si se toma en cuenta la crítica desarrollada en el pensamiento contemporáneo respecto al hombre como sujeto. En efecto, la crítica al sujeto es, de algún modo, una crítica de la modernidad, de aquél sujeto de Descartes, inalcanzable y absoluto, y por ello oscuro y confuso. Tal pretensión de postular un sujeto absoluto condujo a la pérdida del mismo, como es expresado por Marx, Nietzsche y Freud; para el primero, el sujeto es sólo una falsa conciencia; para el segundo, es máscara y ficción; y finalmente, para Freud, el sujeto es parcialidad, es finito, totalmente cambiante, sin ningún fundamento que le dé estabilidad suficiente. (Foucault, 1970: 23 y ss.)
Ante el planteamiento posmoderno de pérdida y de relativismo, surgió la necesidad de recuperar al sujeto, pretensión desarrollada por la fenomenología, el estructuralismo, la escuela de Frankfurt y la hermenéutica (Beuchot, 2009: 43-65). Conviene resaltar que en lo que incumbe a la cultura, el sujeto que se busca como soporte del análisis y desarrollo culturales, no puede ser un hiper-sujeto, único y absoluto, como el de la modernidad (pues la diversidad del actuar humano se perdería en la uniformidad absoluta de tal objetividad del sentido colectivo de las acciones humanas); pero tampoco puede partir de la oscuridad y relatividad total de un sujeto que toma como único criterio de validez su actuar propio, su particularidad, su circunstancia totalmente individual y estrecha, sin mayor referencia que él mismo . (Beuchot, 2003)
Y es que la cultura es el desenvolvimiento de un hombre que se realiza bajo cierta praxis, cuyos deseos y modos de obrar, si bien no están ya dados plena y absolutamente desde antes, tampoco carece de parámetros para su actuar particular. Es un sujeto que, mediante la hermenéutica de sí, crece moralmente sin perder su particular diversidad (Foucault, 1999: 275 y ss.). Tal sujeto supone una ontología diferente, un modo de entender el ser del hombre, que permita la convivencia de la mismidad y de la alteridad, de sí mismo en relación con los otros. Mauricio Beuchot (2000) insiste en que tal relación puede ser justificada desde la hermenéutica, específicamente desde una hermenéutica analógica, pues ésta media entre metafísica y fenomenología, entre el saber de la naturaleza y la descripción particular de los fenómenos, y desde la última con la ética y con la cultura (pp. 125-131), sería una ontología, por así decirlo, analógica, pues la analogía se expresa como una inclusión de lo diverso, según lo afirma Ricoeur (1997: 972). Gracias a la analogía es posible percibir en el hombre una apertura sin pérdida de lo individual. Así manifiesta su acción analógica. Es un hombre que se reconoce a sí mismo, pero que actúa de maneras diferentes, que se relaciona con los demás sin perder su propia identidad. De ahí que el mismo Ricoeur descubre el hombre a manera de “sí mismo como otro” (Ricoeur, 2003: 331 y ss.). Es el ser humano visto, como ya vimos, como “sí mismo” y como “otro”, o si se quiere, el sí mismo desde la otredad, lo que supone ya una ontología analógica del sujeto, que intenta encontrar su identidad desde y en el mundo de la cultura, vinculando, como propone Ricoeur (2004: 71) historia y ontología, la memoria que tiene de sí mismo y su condición natural como ser humano, para una nueva comprensión de la cultura, pues el ser del hombre se descubre analógico desde su realización práctica y cultural, con y desde el otro; y permite, así, una relación entre identidad y diferencia en el mismo hombre actuante como semejante, vislumbrando un horizonte distinto, no encerrado sobre sí mismo, sino en relación con los demás, analógico, y por ello, simbólico, porque encuentra realidades en que se identifica con otros, realidades simbólicas.
Esto es posible por la comprensión del hombre como ser analógico (Beuchot, 2004: 71-79), por una comprensión analógica de su identidad personal; pero principalmente por la analogía de su obrar, en que se distinguen “poder hacer” y acción, la potencia y el acto, la posibilidad de obrar y el obrar mismo. Pero no es la potencia absoluta de la modernidad, pues no hay una única posibilidad de obrar, sino una potencia un tanto confusa que conlleva una acción tímida, pues no está absolutamente determinada por un principio claro y distinto, sino es un obrar que se desenvuelve en una amplitud importante de posibilidades (Conill, 1991: 282). En otros términos, es una imagen moderada del hombre, de un hombre real, distinta a la imagen de un hombre en abstracto; es una imagen a favor de lo diverso del hombre, pero consciente de sus límites, que es capaz de encontrar un ícono de su mismidad y una referencia de su actuar en relación con los demás hombres. (Beuchot, 2004: 80 y ss.)
Es, pues, un hombre, por decirlo así, analógico, reconstruido desde la hermenéutica, desde la interpretación que hace de sí mismo (Beuchot, 2004: 48-53). Es un hombre, pues, que se define por sus relaciones (Beuchot, 2009), pero sin perder su naturaleza, que se realiza sobre todo en lo cultural, en la convivencia con los demás. Y esa practicidad toma sentido por su actuar analógico, phronético (prudencial), porque se realiza de modo diferente en virtud de los distintos contextos culturales, pero sin dejar de ser hombre, sin perder su condición como ser humano (Beuchot, 2004: 37 y ss.).
La praxis analógica es, por ello, dialógica. Diálogo como vida y como afirmación propia, con y desde la otredad. Por ello, se postula también la narratividad del hombre, es decir, ubicada en un contexto, pero sin dejar de ser ontológica, es decir, sin dejar de considerar algunos referentes de su ser mismo como persona; no es sólo un sujeto que vive el contexto desde fuera, pues se traduce desde dentro en su realización relacional como lo más específico de sí, aunque teniendo en cuenta la relación con los demás, donde expresa la identidad de su subjetividad, sin cerrarse totalmente en ella, sin reducirse a ella. Es, sin embargo, una identidad analógica y por lo mismo, una identidad simbólica, porque lo simbólico tiene por característica tener un excedente de sentido pero sin perder una referencia, una semejanza con lo real. (Beuchot, 2004: 84)
Así, el sujeto de la cultura implica tanto la consistencia de su ser humano como el aspecto relacional que lo hace ser cambiante, pues si bien es en la relación donde se especifica su identidad, la relación supone considerar algo que es propio del hombre, su ser humano, como eje o dirección de la realización de las relaciones, pues la relación con los demás supone tomar en cuenta cierto carácter esencial del hombre como parámetro, pero no absoluto, de la misma acción entre las personas. Este hombre hermenéutico-analógico, es un sujeto abierto y con identidad (Álvarez Colín, 2000: 50). Y esto es posible sólo por una racionalidad analógica (García Ruíz, 2005), constructora también de una cultura y una civilización que expresan también lo que él es, su identidad.
Identidad cultural y patrimonio construido: Arquitectura y Ciudad
El hombre realiza entonces su identidad, la conciencia que tiene de sí, en un contexto, en un entorno, en la comunidad. Y no sólo en la comunidad de hombres, sino en medio de un mundo construido y conformado de cosas materiales en las que se refleja. Es la cultura y es la ciudad. Ya en Roma clásica hay una conciencia del hombre que tiene la ciudad como mundo para sí. Cicerón (2000), por ejemplo, tiene a la razón humana como el instrumento que ha permitido la constitución del orden y la armonía del mundo natural y del mundo del hombre, la ciudad: “El mundo es como una cosa común entre dioses y hombres, como la ciudad de unos y otros, pues ellos son los únicos que, sirviéndose de la razón, viven con arreglo a un derecho y a una ley” (II, LXII, 154). Esta idea introduce también al régimen como esencia de la ciudad, como aquella referencia simbólica que relaciona e identifica a los hombres. En Roma, es la República la construcción simbólica de relación. Y no sólo hace alusión a un régimen político, sino alcanza a las cosas patrimoniales de uso público, también llamadas cosas públicas (res publicae). La república es la gestión de lo que afecta al conjunto humano, populus, que a su vez integra la civitas (la disposición de los espacios y de las estructuras materiales que permiten el encuentro, la convivencia y la supervivencia de los hombres); de ahí que lo primero es el conjunto de personas, cives, los que componen al pueblo, populus. De esta pensamiento podemos concluir que la ciudad presupone al pueblo, pero el pueblo, los seres humanos, se realizan sólo en la ciudad, y en ella construyen su identidad, y en ella se reflejan a sí mismos.
El mundo de la cultura no puede dejar de lado el mundo material, el conjunto de las cosas materiales construidas por el hombre: la ciudad. Conviene hacer, entonces, una aclaración. La ciudad es parte de la cultura, es su reflejo material, es la expresión material de la conciencia de identidad que el hombre tiene de sí. En la cultura, según hemos visto, el hombre se hace simbólico, y el mundo toma ese mismo carácter. Gracias a la simbolicidad, el cuerpo del hombre se hace símbolo de sí mismo, en el cuerpo se significa lo que cada uno entiende de sí mismo, su mismidad, que ya se realiza. Yo me identifico cuando me simbolizo en el cuerpo que veo y percibo como mío. No basta, por ejemplo, ver mi reflejo en el espejo para saber que soy yo, sino que hacen falta los gestos, la postura, etc., lo que veo en ese cuerpo como mío. Hay algo que está por debajo de mi cuerpo, en su interior, y que es expresado por el cuerpo: mi mismidad. El cuerpo es entonces un signo de mí, el cuerpo toma significado de mí, por mí, por lo que soy, por mi mismidad. De la misma manera, las cosas materiales toman un significado, son revestidas de significación, y en ese sentido, son revestidas de subjetividad, de identidad. Expresan, por tanto, la misma identidad de la que se han revestido. Podemos decir que la ciudad es como el cuerpo de la cultura, es la expresión física y simbólica de la conciencia de la comunidad. Ciudad y cultura tienen una relación profunda y auténtica.
En efecto, cuando Marx comenta la onceava tesis de Feuerbach, según la cual nos hemos ocupado en interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo, admite que la transformación del mundo implica darle una forma diferente que no tenía, darle la forma de la identidad del hombre que la transforma, de añadirle una significación que trasciende a la materia misma. Y al hacerlo, el mundo, el conjunto de las cosas materiales, se constituye en símbolo, en reflejo, de la identidad que se refugia en él. El mundo construido, la ciudad, es entonces símbolo y expresión de la identidad, refugio de la conciencia que el hombre tiene de sí y de su entorno, pero estabilizada por la permanencia que las cosas tienen en el tiempo. Y es que la vida del hombre es dinámica y puede perderse en el tiempo. La escritura es una manera de hacer estable un pensamiento, de hacer atemporal la temporalidad y fugacidad de las ideas. Del mismo modo, cuando el hombre transforma el mundo, cuando le da forma a la materia, estabiliza una emoción, un deseo, una intención, una manera particular de comprender la realidad y a sí mismo. Cuando por la acción humana el espacio y la materia se transforman, se estabiliza y se hace atemporal la conciencia de la propia identidad. Y ese es un sentido que puede tener el patrimonio cultural. Se dice patrimonio en tanto herencia del padre, de los padres, de aquellos en que se refugia la conciencia de la propia identidad. La obra arquitectónica se hace, pues, patrimonio, en la medida que es capaz de expresar la conciencia de identidad de un pueblo y una sociedad, de los individuos que tienen una historia particular y cuya conciencia está teñida de símbolos que los identifican.
Y es que los signos son elementos creados con una función comunicativa, constituidos por los aspectos de significante y significado; algunos autores los denominan “objeto-signo”, en este sentido la arquitectura también es “objeto-signo”. La materialidad de la arquitectura es el significante o representamen (según Peirce), de las diversas funciones con las que cumple como satisfactor de diversas necesidades, entre ellas: necesidades físicas, por la función o actividades que permite desarrollar, siendo esta la función primaria (denotativa) de la arquitectura. Necesidades emocionales, pues el ambiente que genera la arquitectura nos puede brindar confort, pero también nos puede generar cierta opresión que puede deprimir. En este punto, la arquitectura es tanto significante como significado, y por consiguiente es denotativa y connotativa (expresa necesidades psicológicas, ideológicas, sociales, espirituales). En efecto, la volumetría (forma) de la arquitectura en muchos casos es signo básico del lenguaje arquitectónico mediante el cual se transmite un mensaje. Esta la función secundaria (connotativa) de la arquitectura, corresponde al significado del signo-objeto. En otras palabras, la materialidad de la arquitectura se conforma cada vez como signo de la misma identidad.
Por ello, si cambian las cualidades, propiedades de la forma, el espacio, la función o los elementos aun en sus aspectos “mínimos” como color, textura, etc., puede cambiar el significado. Podemos tener la misma forma cúbica, pero su significado es diferente si es de concreto (que connota fortaleza), o si es cristal (que connota transparencia), y genera un impulso de identificación que influye en los márgenes de la conciencia y de la cultura de un pueblo.
De esta manera, la lectura, estudio y análisis arquitectónico se enriquece, gracias a la semiología y a la hermenéutica de la identidad cultural, asumiendo la reflexión que al respecto hace, por ejemplo, Renato de Fusco (1970: p. 180), al hacer notar cómo el signo arquitectónico, el significante y significado arquitectónicos, nos muestran el carácter simbólico de la arquitectura como reflejo y expresión de una identidad individual y colectiva, cultural.
Desde este punto de vista el signo arquitectónico es principalmente un signo icónico-analógico tridimensional conformado por la forma –es decir, por el volumen y el espacio que le permiten ser funcional y habitable–. Por ello, su función primaria (denotativa) es, la o las funciones y/o actividades que se llevan al cabo a través de sus relaciones ínter e intra espaciales. Su función secundaria (connotativa) es la de todo signo, transmitir y comunicar algo, la conciencia que se tiene del mundo, de sí mismo, y hasta de la conciencia de lo divino, cuando hablamos de la arquitectura sagrada.
Entonces, la articulación del signo arquitectónico depende de un código funcional que vincula actividades que permite desarrollar en un contexto cultural determinado. Este código a su vez se correlaciona y forma parte del lenguaje de la arquitectura, en el que interviene un código basado en un margen de costumbre y de identidad. Sin embargo, a diferencia de un signo cualquiera, el signo arquitectónico en la mayoría de los casos, es significado del significante, donde la representación es la cosa representada, por lo cual, en muchos casos no se distingue o separa una de otra, ya que son la misma cosa. La distinción se da principalmente cuando el signo arquitectónico es simbólico y, en estos casos, la arquitectura comparte la naturaleza de la escultura, y de expresiones culturales en las que se encuentra un sentido de identidad de la comunidad o del pueblo que las genera en medio de una tradición específica.
Con la articulación del o los signos se genera un mensaje que es transmitido por el arquitecto a través de la arquitectura. Y a este mensaje el receptor (usuario, observador) responde con un contra mensaje (reacción) que, a su vez influye, forma parte ó es considerado por el arquitecto en la elaboración y articulación del próximo mensaje.
Desde este punto de vista, se exige del arquitecto que sea capaz de entender al hombre y la cultura de su época, ser además respetuoso de su identidad, de su historia y de la conciencia que tiene de sí, pero que sea también capaz de edificar una expresión de su propia cultura, de modo creativo. Ya lo hemos dicho, el mundo expresa identidad. Y las edificaciones deben ser capaces de expresar la identidad de los hombres y su cultura.
El sujeto, el hombre que hemos advertido, necesita de una racionalidad amplia, no sólo teórica e instrumental, sino una razón ética, dirigida hacia la acción en virtud de la identidad que lo constituye, dejando de lado tanto al sujeto cartesiano, como al sujeto meramente emotivo, irracional, caprichoso y arbitrario, abriendo la perspectiva de un sujeto analógico, en el que se vinculan de modo equilibrado y proporcional la razón y la voluntad (Gutiérrez Robles, 2000: 58 y ss.), la instrumentalidad y el afecto, para dirigir, pero sin determinar absolutamente, la acción transformadora del mundo a través de la edificación de obras arquitectónicas que sean cada vez más símbolos de una identidad dinámica y creativa, pero sólida y estable.
Esto despertaría el interés por el diálogo y la búsqueda de cauces y cruces dialógicos de las áreas de conocimiento vinculadas con el bien humano, donde se encuentra la arquitectura, en la perspectiva de encaminar los pasos a la construcción de directrices de acción, como valores comunes y asequibles en medio de la diversidad de racionalidades y culturas, como expresión del carácter simbólico de una identidad y marco orientador de las acciones humanas, que, sin ser arbitrarios, dirijan la diversidad de la identidad individual en dirección de una identidad colectiva; valores cuyo seguimiento implicaría una conciencia más allá del solo consenso, una racionalidad práctica prudencial analógica, phronética, en sentido aristotélico, que permita distinguir e integrar lo propio en lo común, y lo común en función de lo propio; confrontando proporcionalmente al individuo y la colectividad, el individuo y la cultura, las culturas entre sí, y las culturas antiguas con las nuevas, evitando, con ello, tanto las exageraciones de absoluta creatividad como las repeticiones vacías. Hay mucho de ganancia: una arquitectura cercana a lo humano, una arquitectura verdaderamente humanista, una arquitectura consciente de contribuir a la conformación de una identidad, y al alcance una pretensión del bien humano más auténtico.
Conclusión
La importancia de la reflexión hermenéutica sobre la constitución de una identidad cultural simbólica, radica en la perspectiva de la identidad simbólico-icónica como medio de encuentro entre seres humanos, quienes, sin perder su carácter personal, pueden descubrir alternativas de acción dirigidas por la visión del otro, desde una iconicidad de identidad.
Tomando la Hermenéutica Analógica como base de la reflexión y del descubrimiento de caminos no recorridos aún en la búsqueda de perspectivas filosóficas en torno al problema de la interculturalidad y el multiculturalismo, es posible observar horizontes de comprensión en las acciones en función de una referencia colectiva, y de la reflexión y orientación de una arquitectura consciente de su vocación humanista y de contribución al enriquecimiento de la identidad de una sociedad y de una cultura.
La identidad se expresa y se conforma en la cultura, en un mundo simbólico que refleja la conciencia de los individuos y de una comunidad. Parte de ese mundo es la ciudad, el mundo de las cosas materiales construidas por el hombre. De ahí el papel fundamental de la arquitectura en la sociedad, ya que es el arquitecto el que da forma de materia a las ideas que señalan una identidad, y al hacerlo, genera también símbolos de identidad, y por lo mismo, los hace referentes de la memora y conciencia de un pueblo. En otras palabras, genera un patrimonio. Un problema que queda abierto es, por otra parte, la responsabilidad del arquitecto en esta conformación. Habrá que repensar una ética de la arquitectura, a la luz de esta hermenéutica de la identidad cultural que lo pone en el centro de la generación de los símbolos referentes de la sociedad. Habrá, pues, que incorporar en la reflexión de la ética profesional del arquitecto, su contribución a la conformación de la identidad.
Bibliografía
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